La canción popular tiene destinos
curiosos. Sus autores son a veces anónimos. Sus intérpretes pasan, cuando hay
suerte, por periodos de fama temporal, a veces muy efímera, y vuelven a
descansar bajo el olvido. O bien, son conocidos en zonas bien delimitadas, como
es el caso de los artistas de ese género conocido como canción norteña: suele
ocurrir que en el centro del país no se les mencione ni escuche; no son lo que
llamamos “artistas nacionales”, los que irradian del centro a la periferia del
país aunque su procedencia sea la provincia: José Alfredo Jiménez, Javier
Solís, Pedro Infante, Lola Beltrán… Así, resulta que las huastecas tienen sus
artistas, conocidos mayormente ahí; en el sureste florecen voces y compositores
endémicos; en el norte nos deleitan los grupos y solistas norteños. Entre estos
norteños, podríamos nombrar a más de un centenar que brillaron en el siglo XX y
lo que va del XXI, pero por hoy habremos de limitarnos a un reducido grupo, el
de aquellos que conocemos y nos gustan mucho. Tal será el criterio que gobierne
la selección de canciones e intérpretes en esta serie de ejercicios que iniciamos
aquí.
Algunas canciones se quedan mucho
tiempo en el sentir del pueblo, y son documento valioso por su calidad
estética, aunque su lenguaje sea el de la gente sencilla; aunque su espacio de
difusión sean las cantinas, las fiestas de barrio o aldea. No importa si en las
academias se habla poco de ellas: aun así perviven y persisten. Es importante
el contexto en que son creadas e interpretadas, pues de eso dependerá su
destino y su suerte.
Por motivos que no es necesario
justificar, encuentro algunas cuantas piezas, en la música norteña, que me
intrigan por su poesía, sencilla y muchas veces profunda. Hoy nos ocuparemos de
“Ese arbolito”, una especie de elegía cantada por Mario Saucedo, artista
popular de Saltillo, Coahuila, cuyo timbre de voz lo hizo tan estimado o casi tanto
como Cornelio Reyna y Ramón Ayala, ese par de enormes representantes del
género, y muy cercanos geográficamente: Cornelio nació en Parras de la Fuente
el 16 de septiembre de 1940 y murió en la CDMX el 22 de enero de 1997; Ramón
(llamado el rey del acordeón) vio la luz en Monterrey, NL, el 8 de diciembre de
1947. Mario Saucedo nació y vivió, según parece, en Saltillo, Coahuila, pero no
se encuentra mucha información biográfica de él en la Internet. Todo indica que
ya murió, pero ignoro en dónde; su hijo. Mario Saucedo Jr., sigue cantando las
canciones de su padre con una voz que se quiere parecer a la original y no
alcanza el feeling, el dolor intrínseco del progenitor. Ayala y Cornelio
formaron parte de Los relámpagos del norte, un grupo cuya discografía es amplia
y muy difundida. Son unos gigantes de la canción, cuyas voces armonizaban en
uno de los mejores duetos de la historia musical mexicana. Cornelio, por su
parte, filmó varis películas y grabó discos como solista, luego de separarse de
Los relámpagos del norte, donde cantaba con Ramón Ayala. Ramón debe su fama a
una interminable carrera de éxitos y a su proverbial habilidad con el acordeón,
además de una serie de canciones que han quedado en la memoria de quienes
amamos el género. Son clásicas norteñas.
Cuando uno escucha esas letras,
poco se detiene a desmenuzar su sentido; nos limitamos a disfrutar su ritmo y
la emoción que se desprende del sonido, de algunas frases, sin buscar más allá
de lo que captamos al vuelo pronto. En cambio, al escuchar y leer con atención
la pieza que venimos comentando, descubrimos un mundo de sentidos y de poesía
que enriquecen su disfrute. “Ese arbolito” es un bolero, que, en la
interpretación de Saucedo, se acompaña con bajosexto, redova, acordeón, bajo
eléctrico, batería, saxofón…
instrumentos de un conjunto norteño. La velocidad con que el grupo de
Saucedo la toca consigue atenuar un poco su trágico mensaje, al grado que, en
una fiesta, podría incluso bailarse. El intermedio musical, dominado por la
melodía brillante donde hacen dueto el acordeón y el saxo, dan un toque casi
alegre a la pieza. No es una contradicción, sino un equilibrio entre música y
letra, entre melodía y mensaje lírico.
Aquí la letra:
Ese arbolito
(José Torres)
Ese arbolito que está cerca de tu casa
me trae recuerdos de aquel tiempo tan bonito:
de los besitos que debajo de él me dabas.
¡Ay cuánto sufre el corazón, nomás lo miro!
A veces paso y, sin quererlo, me detengo
a contemplarlo desde abajo hasta la cumbre,
y de repente se me arrasan estos ojos
con unas lágrimas que queman como lumbre.
Yo qué quisiera, que mi Dios ya me llevara,
pa’ no seguir aquí en el mundo más sufriendo.
A veces pienso de un balazo un día matarme,
a ver si al irme, allá en el cielo, yo te encuentro.
A veces paso, y sin quererlo me detengo
[…]
Yo qué quisiera, que mi Dios ya me llevara,
[…]
Las tres estrofas establecen tes
momentos emotivos perfectamente delimitados: primero, la memoria feliz que la
vista del arbolito evoca, matizado por el sufrimiento que indica el cuarto
verso. No sabemos a qué se debe ese sufrimiento, nunca se nos dice, pero el
resto de la letra nos permite imaginarlo. Sin embargo, cuando se sufre al
contemplar una cosa bonita, se trata de una tristeza dulce, un dolor lánguido
que no deseamos evitar, sino que alimentamos de vez en cuando para darnos un
poco de consuelo en la pena repetida. Es así como soportamos algunas pérdidas. La
segunda estrofa, en cambio, nos ubica en la reiteración, quizá obsesiva, de ese
recuerdo sufriente que se enfatiza en sus dos finales versos (“y de repente se
me arrasan estos ojos / con unas lágrimas que queman como lumbre”). Ya no es un
pequeño dolor, sino un llanto quemante. Ha crecido, pues, la intensidad de esa
emoción. No se nos dice la causa, pero no puede tratarse de otra cosa sino de
una pérdida amorosa, una pérdida traumática. Finalmente, la tercera estrofa
ocupa no uno, ni dos, sino sus cuatro versos a desatar toda la tragicidad, todo
el quebranto del mensaje lírico. Ha ido subiendo la gradación hasta culminar en
el punto extremo: el deseo de la muerte, con un doble cometido: parar el
sufrimiento y, qué mejor, encontrarse en el cielo con quien puede terminarlo trocándolo
en amor. ¿A qué se debe esta perfección técnica, proveniente de un autor que
quizá no tiene formación académica? A que este autor, José Torres, tiene un
excelente oído para el ritmo y, además, la música es una auxiliar de la
métrica, en la medida que obliga al ajuste de golpes silábicos para adaptar la
letra a una melodía. Pero debemos reconocer, también, que el compositor de “Ese
arbolito” es un poeta nato y despliega su capacidad máxima en esta pieza. Según
parece, él escribió también esa canción que Chayito Valdez hizo popular, “Mi
soldadita”. Por desgracia, no encontré en la gran red más noticia sobre José
Torres.
Quiero agregar, lo más brevemente
posible, otra cualidad de esta canción: su métrica es perfectamente regular.
Sus doce versos tienen cada uno, rigurosamente, trece sílabas con acentos
principales en cuarta y octava sílabas; hay rimas en segundo y cuarto versos de
cada cuarteto. La primera estrofa tiene rimas asonantes en segundo y cuarto
versos; la segunda, tiene rimas consonantes y la tercera, rimas asonantes. Son
detalles técnicos, pero no de menor importancia; he participado en talleres de
poesía donde los aspirantes a poetas batallan durante meses (o años) y no
consiguen articular una secuencia sostenida con versos de ocho sílabas. La calidad
retórica y métrica de “Ese arbolito” contribuye, sin duda, a la seducción que
de inmediato ejerce en quien la escucha. Es, como dicen, una canción
“pegajosa”, pero no sólo eso. En el fondo de su letra sentimos algo que la hace
destacar, una intensidad que crece, una pérdida de la que no se nos habla pero
adivinamos, una persistencia del amor que permanece “constante más allá de la
muerte”, como dice el poema de Quevedo. Y nos duele, claro, y por eso queremos
escucharla una y otra vez, de preferencia en la voz tan peculiar de don Mario
Saucedo.
Algunos escritores del norte han
sido pioneros en reconocer valores estéticos en la canción folklórica del
norte, así que no estoy solo en esto. Recuerdo por lo pronto a Luis Humberto Crosthwaite,
quien hizo una novela divertidísima donde intervienen Cornelio Reyna y Ramón
Ayala (Idos de la mente. La increíble y (a veces) triste historia de Ramón y
Cornelio); y hace poco leí un artículo muy bueno de Julián Herbert donde
menciona a Ramón, a Cornelio y, muy de pasada, a Mario Saucedo, pero también
hace una apología de la canción norteña, más un poco de historia (“Que viva la
polvadera. Hay un mar en mi pecho”, en https://www.vice.com/es/article/4we8dw/que-viva-la-polvadera).
La poesía, ya se ha dicho algunas
veces, no siempre está en los libros de poemas. Con frecuencia brilla, y más
que en los libros, en las canciones que el pueblo escucha, en las voces de
intérpretes casi desconocidos, pero que están presentes en el sentir de la
gente y, por fortuna, de vez en cuando las escuchamos todavía en la radio (o en apple music, vía alexa).
Finalmente, ofrezco aquí un
vínculo donde se puede escuchar la canción, si lo desean: https://www.youtube.com/watch?v=Dd1HW1374js
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