lunes, 4 de octubre de 2021

Desobediencia y corbatas. Por Agustín García Delgado

 


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Casi nunca uso corbata. En reuniones y fiestas formales, siempre me excuso: “no tengo el color adecuado”, “me ataca una sensación de ahogo cuando me la pongo”, “no sé anudarla correctamente”. Cualquier pretexto. O digo francamente que soy enemigo de esa prenda inútil. En las bodas y quinceañeras, luego de cruzar la entrada del salón, me la quito y la convierto en un ovillo, bulto inútil y estorboso en el bolso de la pareja que me acompaña en ese momento. He llegado a depositar una corbata en el cesto de basura, entre platos desechables con restos de comida y pastel.

Para mi intimidad, afirmo con más franqueza: la corbata no es inútil; la moda tiene sus motivos y valores. Sólo que, en el caso de ésta y otras prendas, mi rebeldía se debe a motivos que me conminan a la desobediencia. Hoy hablaré de la corbata, no de mi dilección por los huaraches y las camisetas lisas, oscuras, sin marca de fábrica visible. Me interesa dejar claro esto: no entiendo la rebeldía como una actitud gratuita, la rebeldía sin causa profunda y explicable me resulta más absurda que la permanencia de las monarquías en el mundo.

Mi rechazo a las corbatas tiene una causa histórica: cuando me iba a graduar de la escuela primaria, hace cincuenta años, mi madre me acompañó a buscar una corbata prestada. Era invierno y caminamos hacia la casa de mi tía Julia (que en paz descanse). Habíamos de subir una loma nevada y mi madre resbaló, cayendo sobre sus rodillas sobre el suelo endurecido por el hielo. Tuvo que apoyarse en mí para llegar a donde íbamos: una rótula se le había partido en dos, como frágil oblea. Mi primo, quien hoy también descansa en paz, sabía un poco de primeros auxilios y le entablilló la pierna. Mi madre acabó en el hospital y su rodilla la molestó dolorosamente toda la vida, hasta hoy. Todo por una infame corbata que nos exigían en la escuela para poder graduarnos. Unos minutos de lucimiento a cambio de medio siglo de cojeras.

Ya está claro el motivo de mi rebeldía, que fue a veces radical. Una jefa oficinesca me pidió usar traje y corbata. Incluso amenazó con despedirme si no acataba su exigencia. No la acaté ni me despidió, pero mi relación con ella se agrió un poco desde entonces. Tal vez por ello no accedí a las promociones de trabajo disponibles. Mi justificación inmediata fue que, siendo mi actividad una donde tenía muy escaso trato con personas ajenas al mismo ámbito cerrado de la oficina, no necesitaba presentación formal de tal importancia que necesitara traje ni corbata. La razón profunda ya quedó explicada.

Al paso de los años, mi rechazo a la corbata ya no es rencorosa. La considero una prenda necesaria como accesorio, como adorno, pero no me gusta y me parece incómoda. Más antigua que mi rechazo, su existencia histórica es de enorme tradición, como todos los hechos y anécdotas de la moda. Así lo atestiguan múltiples tratados.

La corbata es también una marca de clase social, de estatus. Cuando a los pobres se nos impone su uso, lo aceptamos como imitación de un estado al que deseamos acceder o al que rendimos un respeto cierto o fingido. Sería muy torpe suponer que la prenda será suprimida por la simple comprensión de su absurdidad práctica. La moda no funciona así. Esta prenda sufrirá, como ha sufrido a través de los siglos, modificaciones y adaptaciones. Si llega a desaparecer, no será de súbito ni para siempre.

Admito que a veces (muy pocas) me parece un bello adorno, siempre que no esté alrededor de mi cuello. A las mujeres les va maravillosa, cuando es bien llevada. Incluso si sólo llevan eso encima. Así que, ya se ve, no soy tan enemigo de la prenda.

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