El mundo es una fracción del Universo. Según la fuerza y limitaciones del hombre, la parte no es menor al todo, pues con frecuencia utilizamos la palabra Universo como sinónimo del mundo, cuyo conocimiento íntegro no logramos abarcar. Ni lo haremos jamás: la ignorancia supera al saber; los límites, a las capacidades. El conocimiento acumulado ayer, en otro siglo se perderá y habremos de empezar de nuevo a buscarlo.
La
dimensión del Universo es a tal grado inmensurable que nadie se atrevería al ridículo
de llamarlo su propiedad. En este mundo de posesiones privadas, nadie es en
realidad dueño del planeta. Ni siquiera de una “patria”. Quien dice “mi patria”
se embrolla en una mentira involuntaria: trate de entrar sin aviso, sin
permiso, a cualquier casa que no sea la suya en esa patria. Será expulsado de
buena o de peor manera. Y el dueño de
una casa, de una tierra extensa, no debería llamarla “propiedad privada”, sino “posesión
temporal”. Desde luego, ninguna persona sigue siendo dueña de cosa alguna cuando
deja de existir.
Un
ciudadano que reclama al inmigrante por la supuesta invasión de su país, no
hace más que engañarse: universo, mundo, patria o ciudad no son míos. Incluso
la casa que habitamos puede no ser nuestra, y si lo es, no pasa de ser morada efímera.
Siempre estamos encima de una porción de suelo (o de agua, o de aire). Al
caminar o viajar, el espacio ocupado es nuestra morada, una posesión momentánea.
Las
anteriores reflexiones no tienen que ver con ideas capitalistas o socialistas:
ambas ideologías especulan sobre lo mismo, la ilusión de propiedad sobre las cosas
materiales. La realidad es que todo territorio de natural riqueza sobre esta
Tierra (agua, suelo fértil, petróleo, buen clima) ha sido históricamente blanco
de codicia humana. Su “propiedad” pasa alternativamente a manos del pueblo más bien
armado o más abusón. A eso se debe que haya naciones dominantes y dominadas. A
eso, principalmente, se han debido siempre las guerras.
Hoy, si un
Estado poderoso invade a otro menos fuerte, tendrá el pretexto publicitario
perfecto e invencible: es para llevarles una mejor vida a esos pueblos débiles,
poco inteligentes, enfermos de corrupción y maldad. Si, en cambio, un grupo de
migrantes busca mejorar su vida en territorio de un Estado “próspero”, ese
grupo será llamado “invasor”, “horda de maleantes”, “terroristas”, etcétera.
Los migrantes serán siempre los malos; el país que los acepta o rechaza será el
bueno. ¿Por qué? Porque hay claras marcas de propiedad privada, llamadas fronteras,
y que cambian según la correlación de fuerzas en cada momento histórico, es
decir, según quién haya vencido en las recientes guerras que demarcaron las
líneas de lo tuyo y lo mío.
Las
fronteras son temporales, por mucho que duren; el discurso que en política define
al bueno y al malo también es transitorio y se adapta al tamaño de las fuerzas
que lo enuncian y manipulan.
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