miércoles, 11 de agosto de 2021

Mal dibujante. Por Agustín García Delgado

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Todo comenzó, según creí durante muchos años, en la escuela secundaria. La maestra de Español –Esperanza Reyes– me devolvió el examen de escritura con un enorme número cuatro en la esquina superior. Yo no sabía, hasta ese momento, que la caligrafía también se promediaba en la calificación mensual de esa materia. En la siguiente ocasión, puse todo el cuidado en trazar la letra como mejor pude. Otro cuatro. Lo sentí como un dictamen del destino; sólo me salvó el consejo de un compañero
–Fernando– quien, desde el pupitre vecino, me aconsejó utilizar sólo mayúsculas. Aunque creí que esa práctica contravenía la estética escritural, me apliqué a llenar el próximo examen con caracteres versales. El resultado no fue un diez, pero sí nueves y ochos.

Mi promedio semestral de Español terminó siendo, al menos, decente. Sin embargo, quedó en mi corazón el estigma de ser un letrista inhábil. Quizá el problema empezó años antes, cuando en la escuela primaria nos obligaron a garabatear con toda rapidez unos dictados interminables. ¿Quién se iba a preocupar por la buena escritura? Seguir el paso del maestro, captar cada palabra en su dicción, era bastante.

Con los años, aprendí que un buen dibujante suele tener una hermosa caligrafía. Tiene sentido porque, a fin de cuentas, la escritura tiene volumen y contorno, como cualquier dibujo artístico. Intenté practicar esta habilidad, pero ni perspectivas ni proporciones me obedecieron jamás. Fui un dibujante pésimo.

El problema no terminó en la mala impresión que causan mis páginas manuscritas, pues elegí el oficio carpintero y, naturalmente, una de las habilidades que se exigen a todo maestro de tal profesión es… ¡dibujar bien! Muchas veces tuve que recurrir a mis compañeros para realizar bocetos isométricos de algún mueble, una silla. Incluso mis clientes llegaron a quitar de mi mano el lápiz para completar la figura decente de un gabinete.

Bueno, como pude, sobreviví a mi maldición. Ahora que se utiliza tanto la computadora y puede uno escoger el tipo de letra que desea ver impreso, ya sólo me preocupo de la gramática y la ortografía, con la esperanza de no incurrir en muchos errores. No aprendí a dibujar muebles en computadora, pero por la edad me retiré del oficio carpinteril.

Mi frustración, aun así, queda como una manchita de vergüenza, oculta para quienes no me conocen. Me la llevaré a la tumba, junto con otras torpes heredades –todo comenzó cuando unos genes impropios se mezclaron–. Que me sea leve.

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