Todo comenzó, según creí durante muchos años, en la escuela
secundaria. La maestra de Español –Esperanza Reyes– me devolvió el examen de
escritura con un enorme número cuatro en la esquina superior. Yo no sabía,
hasta ese momento, que la caligrafía también se promediaba en la calificación mensual
de esa materia. En la siguiente ocasión, puse todo el cuidado en trazar la
letra como mejor pude. Otro cuatro. Lo sentí como un dictamen del destino; sólo
me salvó el consejo de un compañero
–Fernando– quien, desde el pupitre vecino, me
aconsejó utilizar sólo mayúsculas. Aunque creí que esa práctica contravenía la
estética escritural, me apliqué a llenar el próximo examen con caracteres
versales. El resultado no fue un diez, pero sí nueves y ochos.
Mi promedio semestral de Español terminó
siendo, al menos, decente. Sin embargo, quedó en mi corazón el estigma de ser
un letrista inhábil. Quizá el problema empezó años antes, cuando en la escuela
primaria nos obligaron a garabatear con toda rapidez unos dictados
interminables. ¿Quién se iba a preocupar por la buena escritura? Seguir el paso
del maestro, captar cada palabra en su dicción, era bastante.
Con los años, aprendí que un buen
dibujante suele tener una hermosa caligrafía. Tiene sentido porque, a fin de
cuentas, la escritura tiene volumen y contorno, como cualquier dibujo
artístico. Intenté practicar esta habilidad, pero ni perspectivas ni proporciones
me obedecieron jamás. Fui un dibujante pésimo.
El problema no terminó en la mala
impresión que causan mis páginas manuscritas, pues elegí el oficio carpintero
y, naturalmente, una de las habilidades que se exigen a todo maestro de tal
profesión es… ¡dibujar bien! Muchas veces tuve que recurrir a mis compañeros
para realizar bocetos isométricos de algún mueble, una silla. Incluso mis clientes llegaron
a quitar de mi mano el lápiz para completar la figura decente de un gabinete.
Bueno, como pude, sobreviví a mi
maldición. Ahora que se utiliza tanto la computadora y puede uno escoger el
tipo de letra que desea ver impreso, ya sólo me preocupo de la gramática y la
ortografía, con la esperanza de no incurrir en muchos errores. No aprendí a
dibujar muebles en computadora, pero por la edad me retiré del oficio
carpinteril.
Mi frustración, aun así, queda como una manchita de vergüenza, oculta para quienes no me conocen. Me la llevaré a la tumba, junto con otras torpes heredades –todo comenzó cuando unos genes impropios se mezclaron–. Que me sea leve.
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