Fotografía: Maya Bejarano
Esta mañana, al subir al camión, un cantante arruinaba el ambiente. La canción era tediosa y amargada, sin más esperanza que unas monedas. Me impresionaba su indiferencia absoluta por el entorno; tocaba la guitarra sin ánimo, el ruidoso instrumento astillado en algunas partes, reseco, la pintura desvanecida por los años.
Cuando
terminó de cantar se dirigió al pasaje para pedir como pago de su canto una
ayuda, lo que sea su voluntad.
Fue
entonces cuando lo reconocí; esa voz venía desde un pasado lejano, de cuando
existía la felicidad. Era mi hijo, a quien desde que él era joven escuché por
última vez cuando nos dijo a su madre y a mí: Me voy para siempre, esta familia
no funciona, ustedes hace mucho debieron haberse separado y aquí siguen
ofendiéndose de manera cada vez más sórdida. Ya me cansé de su vida tan
envilecida, del odio que se tienen. Por eso el que se va soy yo, ya lo tengo
todo previsto. Nunca me busquen, no me hallarán y para nada quiero volverlos a
ver. Adiós.
Y así
fue por años hasta que llegó lo que parecía imposible: el olvido. Que el propio
hijo se volviera opaco.
Y ahora veo a este humildísimo cantador que trata de juntar unos pesos, maltrecho pero con aquella voz juvenil de cuando fue mi hijo, mi alma.
The end.
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