No es infrecuente que mujeres me llamen por teléfono. Son empleadas bancarias. O quizá de una de esas agencias que llaman “call center”, dedicadas a promocionar ofertas de negocios o de los bancos mismos, no lo sé. Pero esas voces de encanto me ofrecen préstamos en condiciones “ventajosas” para mí, o un aumento en el crédito en mi tarjeta “por su excelente historial, señor”. Invierto la canción de Serrat: “ella no me ofreció amor, tan sólo me ofreció dinero”. Dinero es lo que esas dulces palabristas (la imaginación les presta rostro y cuerpo amables) prometen poner a mi alcance a cambio de un monosílabo que procuro no pronunciar por mucho que suenen a canto de sirenas. Montones de billetes y monedas como nunca he visto en mis manos. Quién sabe si la ingenuidad de la juventud me habría empujado a sucumbir bajo su encanto, pero a mi edad…
Siempre me voy por la tangente con
una charla disuasiva (según yo). Les digo, por ejemplo, cosas como: “su promesa
es tentadora, señorita, pero no tanto como lo ilusión de un beso suyo”. En esos
momentos creo que la “call girl” bancaria es hermosa, o por lo menos querible,
vaya, besable como se esperaría el origen de esa voz. Su melodioso canto
aprendido de memoria (¿o tendrán un libreto a la vista?) abre las puertas de un
futuro que no había sospechado en mi horizonte.
En cierta ocasión, una sisante voz
me dijo que, con un préstamo de tantos miles y de fáciles pagos, podría equipar
el taller de mis sueños. (¿Acaso logró hacerme confesar mis sueños? Sí.) Le
respondí, con tono de abuelo pedagógico, “señorita, lo lindo de las artesanías no
es trabajar con las herramientas más modernas. Se labran maravillas con una
simple navaja, unas pinzas, un hacha pequeña. Nos encanta decir “lo hice con
las puras uñas”. Y la joven suavizó su agresividad mercantil. Luego me volví el
santo de Asís: “Escuche, niña, ¿sabe usted que es gran virtud vivir más bien poseyendo
menos bienes?” Sus argumentos no cedían. “Uy, si con pocos bienes vive bien,
con muchos vivirá mejor”. Le respondí que nadie vive en paz si está pendiente siempre
de sus deudas, y cuanto más grandes sean éstas, más chica será su tranquilidad.
Nada convence a las sirenas. Ellas
prosiguen con su canto, para eso les pagan, aunque supongo que muy poco. A
veces taponeo mis oídos o me amarro al mástil de alguna filosofía de gente
pobre. A veces, simplemente no descuelgo la bocina.
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