Venustiano Trejo tenía, hace algunos años, un pequeño negocio que le dejaba medianamente para cubrir sus gastos y sus pequeños vicios. En aquellos tiempos lejanos el dinero mexicano aún existía, y él podía darse el lujo de ir al café a diario para platicar con sus amigos estimados.
Durante doce años, Venustiano atendió personalmente su pequeña
empresa, un estacionamiento de automóviles ubicado en la azotea de un edificio
del Centro. Al hombre le encantaba manejar los preciosos automóviles de sus
clientes que eran, casi todos, último modelo, y a veces de marcas que le
parecían tan exóticas como los Lincoln 71, Oldsmobile 68, Cadillac 53, Mercedes
69 y hasta, una vez, un Rolls Royce 85.
Bueno, pero todo aquello, junto con las lindas historias de amores
secretos y pleitos desgarradores de amantes y odiantes que sucedían a menudo en
su estacionamiento, llegó a su fin el día en que Venustiano ya no pudo negociar
un nuevo contrato de arrendamiento con su casero, el dueño del edificio, y tuvo
que irse de allí para siempre. Así es la cabrona vida.
Como él ya se sabía con los ojos cerrados los pequeños trucos del
negocito, buscó desesperadamente otro lugar donde continuar sus actividades de
cuidador de automóviles; el oficio de chofer le encantaba y le dejaba más o
menos para vivir a gusto. Pero resulta que los locales en el centro de
cualquier ciudad se cotizan como si fueran dólares a la pipiluya, cualquier
lote baldío vale su metro pareciera que en polvo de oro y, en total, a
Venustiano nadie quiso rentarle los mínimos quinientos metros cuadrados que
hacen falta para poner un estacionamiento, mucho menos las dos hectáreas que él
ambicionaba.
A pesar de tanto que resistió, las penurias nuevas lo obligaron a
buscar un empleo, aunque este hecho contradijera sus firmes principios. Pocos
días antes le había dicho a su jefa, Carmen Trejo, su máxima confidente y
autora de sus días:
—Ni madre, jefa, a mí jamás me verá usted en alguna triste
oficina.
Pero cae más pronto un hablador que un (te) cojo. Y ahí lo tienen,
a Venustiano Trejo, allá cerquita de los archiveros más ratoneros, poniéndole
al camello.
—¡Dios mío!, ¿qué karma estaré pagando, chingada madre? —pensaba
todas las mañanas mientras consumía ávidamente una torta de jamón con queso que
su vieja le echaba de lonche en la mochila, como si de pronto lo hubieran
regresado a la primaria por burro.
—¡Qué gacho! Yo que antes desayunaba mis huevos a mis anchas en el
Exelaris, acompañado de mis cuates.
Al principio, Venustiano batalló mucho para evolucionar conforme a
los requerimientos que le exigía, pero ya, su nueva ecología. Siguió aquel
hombre firmando con mano segura los pagarés que le presentaban las cifras
exactas de su tarjeta carnet (límite de crédito: cinco millones). Incluso pagó
durante siete meses seguido la cuota mínima de sus estados de cuenta que
llegaban puntualitos a su casa, aunque en ello se le fuera la mitad del pequeño
cheque quincenal que le daban en la oficina.
—No hay bronca. Son rachitas. Al rato se nos compone el barco.
Pero pasaron los días y el barco seguía en las mismas aguas negras
de la adversidad, navegando cada minuto más jodido.
En los primeros meses, Venustiano desdeñaba las quincenas de la
oficina, las pequeñas cifras de su salario no remediaban maldita la cosa. Y
hacía pequeños trabajos de gráfica, de fotografía o de escritura con los cuales
obtenía eventuales ingresos, pero esos oficios resultaban pesados para sus
buenas costumbres. En las noches terminaba fatigado y con insomnio.
Muchas horas nocturnas pasaron empleadas en aquellas angustias
nuevas. La tarjeta de crédito llegó al tope; ayer vino un licenciado de Pavimentos
a embargar su querido Falcon 68, el carro que compartía con su mujer; el niño
necesita zapatos nuevos; no podremos viajar a Juárez este fin de semana porque
simplemente no hay dinero.
—No hay dinero.
No existe, desapareció, se esfumó, era una ilusión frágil de poca
importancia. Cortaron el teléfono. Completamos con monedas halladas en las
canastitas de la casa para pagar el recibo de luz. Se acabó la gasolina. ¿Qué
pasó?
—Ya tira esa camisa garrienta a la basura, cómprate otra. Gastaste
los ahorros escolares de tu propio hijo, ya ni la haces, quesque pedirle
prestado al niño, ya no tienes vergüenza.
Y así se pasó Venustiano todo el cabrón día. Andaba como alucinado
contando las jornadas que faltaban para la quincena. Cuando le tocaba recibir
su salario, sufría ridículas paranoias imaginando que a la salida ya lo estaban
esperando en fila todos los acreedores que acumularon aquellos meses aciagos.
¿Y por qué será que en estos tiempos todos los cobradores ya son
licenciados? Una tarde le llamó el licenciado Juan Orol para comunicarle que
desde ese momento su tarjeta carnet quedó boletinada para siempre, y si se
atrevía a usarla una vez más, sería confiscada y cualquier cajero que la
confiscare ganaría una recompensa de cincuenta mil pesos contantes y sonantes
por ya jamás devolvérsela, donde quiera que fuera capturada. Desde entonces
conoció Venustiano una forma nueva de la clandestinidad. Bueno, bueno, esto ya estaba
de la rechingada.
Tantos pendejos
insomnios, tantas feroces sacudidas de conciencia, tantos nervios ya lo traían
atontado. Ojeroso, flaco, cansado y sin ilusiones.
—Ya basta
Aquello era demasiado. Total. Para qué tanto brinco estando el
suelo tan parejo. Muchos gastos que antes hubiera considerado imprescindibles,
dejaron de importarle. Se puso a leer las Memorias del subsuelo de
Dostoievski y El proceso de Franz Kafka para consolarse. Chingada, más
se perdió en la guerra. Dejó de fumar, de tomar café, de leer semanalmente Tvynovelas,
el Proceso, La jornada semanal; mensualmente el Nexos,
Vuelta, DosFilos, Contenido. Empezó a leer esos libros que
todos compramos y dejamos para después. Dejó de rentar una película diaria como
antes, de ir cada semana de parranda con sus amigos, de asistir a fiestas (no
había para regalarle nada al del cumpleaños), de encerrarse de vez en cuando
con alguna amiga buena en la confortable habitación de algún hotel la tarde
entera. Se enclaustró en su casa y ya ni contestaba el teléfono, ¿para qué?
Se dejó arrastrar por una depresión profundísima. Con dificultad
se levantaba en las mañanas, siempre tarde, para arrastrarse sin ganas hasta el
escritorio de su oficina y cumplir burocráticamente con la vida, no fuera a ser
que hasta lo corrieran del empleo sin ninguna dignidad.
Se tragaba sin ganas las tortas del almuerzo, salía casi muerto al
mediodía y tomaba el camión para regresar a casa. Llegaba. Se echaba en el
sillón. Prendía la tele. Si había, devoraba grandes cantidades de Cheetos y
papas fritas y tres CocaColas mirando en la misma secuencia a cómicos malísimos
y actrices de telenovela. Después, las noticias. Y luego una película pésima,
estrenada hace cuarenta años en aquella candorosa época que ha pasado a la
historia como la del oro del cine nacional.
Luego dormía totalmente embrutecido pero, dos horas después,
despertaba para tramar alguna estrategia originalísima de cómo obtener algún
dinero extra. A las nueve de la mañana, en el escritorio de su desventura,
tiraba al suelo todos sus proyectos empresariales que la noche anterior le
parecieron tan fabulosos por considerarlos, con justa razón, irremediablemente
imbéciles. Más le valía cuidar esta triste chambita, no fuera ser que algún día
lo despidieran por pendejo y, lo peor: pendejo con iniciativa.
—¿Qué hago?, ¿me suicido?
“Cálmate, no es para tanto, Venustiano”, pensaba. Hay zonas de
depresión donde la idea de la muerte es consoladora para el enfermo. A ratos
como broma cruel, a ratos peligrosamente en serio, él pensaba en la muerte y
elaboraba historias de suicidio escandalosas y exhibicionistas para “ocupar la
de ocho” en los amarillos periódicos de la patria. Le humillaba andar tan jodido
pensando nada más en el dinero, dinero, dinero: el que debía, el que faltaba,
el que pudiera ganar si tuviera algún ingenio. A la chingada. Él, que siempre
se había jactado de ser tan espiritual, tan liberal, tan libre y anarquista,
ahora solo tenía mente y corazón para alucinar al famoso becerro de oro.
Le tocaba mirarse en el espejo de su derrota juntando moneditas
para acabalar el camión, comprando un cigarro suelto (había vuelto a fumar) con
sus últimos doscientos pesos, visitaba librerías para conocer portadas de
libros que jamás serían suyos.
—Son rachas que tiene uno, al rato se compone el barco.
Pero la naturaleza es muy sabia. Mutante. El animal va formando en
su organismo lo necesario para adaptarse a los nuevos territorios que le toca
vivir, le nacen alas o glándulas nuevas para seguir existiendo. Venustiano
empezó a levantarse muy temprano por las mañanas y daba largas caminatas con
ánimo alegre. El insomnio desapareció de repente y volvió a ser gozoso el acto
de dormir a las buenas horas de la tarde.
Al final de aquella historia karmática, Venustiano Trejo emergió
de entre las aguas de su penuria con una sabiduría nueva. Todos los antojitos
de la calle dejaron de atraerle, de ahora en adelante no podría comprarlos.
Entonces sus deseos y sus fantasías se hicieron más profundos y altos. Al
caminar con paso firme por las calles de su ciudad, descubrió ángulos de la
belleza que antes no registraba por causa de los torpes kilos de grasa que se
habían ido acumulando en su cerebro y le escondieron, durante los años de
blandura, las sombras y las luces de un mundo que ahora, ya ligero, empezaba a
conocer y a escribir con toda la pasión de su puño y letra.
The end.
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