Hace unos minutos me enteré de que mi querido Alejandro Sánchez, amigo desde hace muchos años, perdió la batalla contra el virus que tiene sitiado al mundo. Una persona con talentos varios, de una honestidad valiente y a veces bravía. Mi simpatía por él era un efecto de la admiración y de la coincidencia en varias actitudes ante la política, la vida académica y la vida misma.
En medio del
dolor de haberlo perdido, y la pena por el dolor de sus hijos, su familia toda,
me pregunto qué nos queda por hacer ante la siempre inminente noticia de otro
familiar, otro amigo que se va, la posibilidad de ser uno mismo víctima del covid-19.
En poco más de un mes perdimos a personas entrañables en mi familia: los
abuelos maternos y una tía de mis hijos. Y ahora, el Alex Sánchez. ¿Cómo afrontar
todo esto y lo que falta? ¿Nos hundimos en la desesperación y la incertidumbre?
Creo que la
respuesta es aceptar la vida como un hecho natural y bueno. La vida toda, con
sus alegrías, sus enfermedades, su inevitable final. La muerte no es un mal.
Acaso una mala vida sea mil veces peor que la muerte. Aunque se dice fácil, la
tarea que nos queda delante, a quienes aún nos mantenemos en pie, es intentar
una vida buena: la misión más importante y problemática de cada persona, sin importar
su filosofía o credo. Así honramos a los muertos. En qué consista una vida
buena, no se puede responder igual para todo mundo, pero de seguro no tiene que
ver con riqueza o con poder. Me inclino a pensar en que el cultivo de afectos,
el cuidado de quienes nos rodean, participar en la construcción de un mundo
mejor para todos: eso es la vida buena. No es una fórmula. O, si lo es, habrá
otras.
Ante la gran
desgracia que esta pandemia ha traído al mundo, una desgracia multiplicada en
cada familia que pierde a uno o más de sus integrantes, en cada amigo que de pronto
se queda evocando al ausente, solemos cargar la culpa al diminuto virus, más
poderoso que la ciencia, la modernidad y el progreso. Maldecimos al virus y lo
llamamos enemigo. No es nuestro enemigo. La muerte que nos llega antes de
nuestras previsiones tampoco es enemiga de la humanidad. Vivimos en medio de la
naturaleza y creemos dominarla, domarla en beneficio de la humanidad. Sin
embargo, apenas cambiamos un poco la armonía del mundo existente antes del
hombre, recibimos las consecuencias de nuestra soberbia. Hemos desatado fuerzas
que nos resultan adversas: sobrecalentamos el planeta, arrasamos los bosques y
envenenamos los mares mientras nos multiplicamos consumiendo cuanto queda sobre
la tierra y el agua y en sus profundidades. También adquirimos enfermedades de
medio salvaje, de plantas y animales, al domesticarlos o convertirlos en alimento.
Pero estoy
divagando. Lo importante ahora es buscar una forma de vivir, una actitud que impida
la destrucción moral de quienes logren salvarse de la pandemia. La respuesta es
vivir, hacer que florezca la vida de la mejor manera posible. Fortalecer las relaciones
entre familiares y dentro de cada comunidad. Buscar la felicidad en medio de la
tristeza, a pesar de las pérdidas, será la mejor manera de honrar a nuestros
muertos y salir bien librados, como humanidad, de una situación que, aunque
prolongada, no será eterna. Si yo me dejo llevar por la soledad y la depresión,
dejaré sin apoyo a quienes cuentan conmigo. Es necesario construir la vida sin la
gente amada, que sí era indispensable. Por eso, permitamos que sigan formando
parte de nuestro ambiente, y que ese ambiente sea de amor, un ambiente grato
como la presencia de Alejandro y sus bromas. Como el cariño que los abuelos y
tías daban a las reuniones familiares. Demos eso mismo a quienes nos rodean. Creo
que la educación y el arte jugarán un papel fundamental en este empeño. Las
muchas religiones esparcidas en todas las naciones pueden dar más que consuelo
a sus creyentes. Ahí está la tarea, y es de todos los días.
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