Para mis amigos carpinteros,
que son muchos. Maestros, algunos.
También fui carpintero, pero no me cuelgue usted el
nombre de Maestro. El Maestro se alza más allá de la ebanistería, y yo soy
apenas un devoto, un fanático admirador de los prodigios que salen de sus
manos. A veces me pregunto si realmente he visto el rostro del Maestro. Con
toda claridad, en sueños, pero luego, al despertar, no tengo la menor idea de
sus facciones. Sus muebles, de diseño único, los veo terminados una sola vez y
nadie más puede tocarlos. Yo, aunque pudiera, no me atrevería, como no me
atrevo a ver sus ojos; soy su ayudante, eso no es pequeña gloria. Me fascinan
las mesas labradas, los armarios de fantásticas coronas: van directo a
mansiones aristócratas donde no entramos ni ayudantes ni el Maestro, salvo si
lo invitan, y será sólo a él. El Maestro indica: no cepilles la madera en esa
dirección, el grano está encontrado. ¿Y cómo lo sabe a simple vista? El
Maestro: guarda esa tabla para después, está húmeda. Sí, pero ¿cómo lo sabe a
simple vista?
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