Foto: Pedro Chacón
Esteban Medina iba caminando un viernes por la calle
Libertad y se encontró con Asdrúbal Reyna, quien presumía ser sobrino segundo
del gran Cornelio Reyna, que en paz descanse. Estaba comiéndose unos burritos
de chile colorado, ¡oh sí!, el reputado Ombudsman de Santa María de las Cruces
no solo va a sofisticados restaurantes; de vez en cuando camina por las plazas
y se da baños de feria pueblerina. Antes de saludarlo, Asdrúbal le dijo:
―Oyes, Medina, no me has mandado al whattsap tu
artículo donde me mencionas. Me platicaron que hablaste maravillas de mí, no
sabes cómo te lo agradezco.
―No sé quién te diría eso, Coyote, pero te contaron
mentiras. Y no te mandé el artículo porque más bien pienso que no te va a
gustar ni tantito.
―No me digas Coyote, Medina. Desde la prepa ya nadie
me dice así, y menos ahora que soy el presidente de la Comisión de Derechos
Humanos de Santa María de las Cruces: más respetillo, si no fuera mucha
molestia.
―Está bueno, señor Reyna, no vuelve a suceder. Pero
mira, de seguro ya viste el artículo, para qué te haces; alguno de tus
achichincles ya te lo enseñó, ¿tengo o no tengo razón?
―Pues la mera verdad, sí, y para nada estoy de acuerdo
en lo que dices. Qué pasó, Medina, yo te estimo; nos conocemos desde la
secundaria, no hay que ser. O dime si andas necesitado, para eso estamos los
amigos.
―¿No te digo?
Esteban se acordaba muy bien de Asdrúbal Reyna, el
clásico gandalla que les daba carrilla a los ñoños y a las niñas; hacía
pandilla con los fortachones que se las daban de machines, igual que él. Sacaba
seises y sietes en todas las materias y en un tiempo fue estrella del deporte,
de todos los deportes: resultaba irónico que ahora fuera defensor oficial de
los derechos humanos quien durante toda la escuela se dedicó a retorcerlos.
Se despidieron porque Reyna dijo que iba de prisa a
una junta con unos amigos suyos que se mantienen tomando café y checando su
correo electrónico en el edificio del Congreso del Estado; unos son diputados y,
otros, periodistas: todos de la más baja ralea, aunque entre ellos hay también
de la más alta.
Esteban entró a La Michoacana, pidió un agua de
horchata. Mientras se la tomaba en una de las mesas del fresco restaurante,
sacó de la bolsa de la camisa de franela su celular Nokia 2008 y le puso un
mensaje a su hija Raimunda Marina Bradbury: Necesito tu ayuda para un artículo
que tengo que entregar mañana.
A los cinco minutos, la respuesta ágil se hizo llegar
al rudimentario celular: se oyó aquella canción que compusieron Lennon y McCartney
hace algunos ayeres: Don't let me down. La respuesta de la joven escritora
decía: Claro, papá, solo que en este momento no puedo, así que nos vemos el
lunes por la tarde, si quieres en el Degá. Para eso tiene uno hijas tan lindas
y solidarias, pensó Esteban. Así que se dispuso a disfrutar el fin de semana.
El lunes siguiente, el articulista y su hija se
encontraron en la mesa Eae del Degá,
que durante los últimos treinta años ha frecuentado la más antigua tertulia
literaria de la ciudad.
―Ay, papá. No sé cómo te gusta venir aquí. Huele a
viejito y se ven puros ganaderos vetustos. Además se dificulta mucho
conectarse, no tienen ni enchufes en las mesas.
―Pos sí, m’hijita, pero ya es la costumbre. Y
acuérdate de lo que dijo el gran José José, que
es verdad que la costumbre es más fuerte que el amor.
A pesar de las dificultades técnicas, Raimunda Marina
conectó tres aparatos de última generación, entre ellos su laptop, y se
pusieron a escribir al alimón. Fue de esa forma como el articulista y su
tecnócrata hija redactaron el segundo artículo sobre el tema de los derechos
humanos.
Diez años antes, Francisco Bravo, gobernador de Santa
María de las Cruces, había manipulado la amplia mayoría de su partido en el
Congreso para que el abogado Asdrúbal Reyna fuera nombrado presidente de la
Comisión de Derechos Humanos. Desde entonces se había dedicado a la grilla de
tiempo completo; su plataforma era fingir que cuidaba braceros, indigentes y condenados,
pero la verdad, los derechos y el derecho le importaban un comino; tenía bien
claro que lo que buscaba era dinero y contactos políticos que lo pudieran
favorecer.
En el primer artículo, Esteban se la había llevado
tranquila, porque le faltaba información. Nunca había imaginado que ese tema de
los derechos humanos fuera tan complicado y más ancestral que Fray Bartolomé de
las Casas, y que el asunto en particular de ahora fuera resultando tan
delicado. Ahora la ayuda de su hija le resultó muy útil, pues ella navegaba en
internet como pez en el agua, no había información que no consiguiera de manera
asombrosamente rápida.
―Oyes, papá, ¿y no te traerá dificultades meterte a
balconear al hijo del gobernador? Mira que es una fichita y un tipo de cuidado.
―Pues a ver cómo me va, pero es que ya basta. Ya son
muchas las que debe: lo de la golpiza que le pusieron sus guardias al joven
Sandoval, nada menos que en el casino; lo del departamento que se apropió en el
Campestre San Francisco; el viejito que atropelló en La Cantera y lo dejó allí
tirado, agonizando, mientras él se pelaba a toda velocidad muerto de risa.
―¿Pero, cómo? Estás describiendo a un monstruo. ¿Es
cierto lo que me cuentas?, ¿no estarás exagerando? En las fotos del Facebook,
Mauricito se ve normal y hasta guapo. Dicen que el gobernador le ordenó al
escultor que lo usara de modelo para el rostro del Ángel que pusieron en la
Plaza.
―Pues será el ángel de los antros, porque allí se la
pasa. Bueno, la verdad no se sabe nada de cierto. La gente no se atreve a
levantar denuncias y se conforman con poner la queja en Recursos Humanos,
creyendo que les van a hacer algún caso. Pero allí es donde entran las malas
artes del titular: les revuelve toda la información de tal forma que poco les
falta para que los agraviados tengan que ir a ofrecerle disculpas al junior. En
ese y en todos los asuntos que llegan, Asdrúbal se dedica a hacerle el trabajo
sucio al gobernador, y luego redacta unas actas de recomendaciones que
parecieran dirigidas a la Madre Teresa de Calcuta y no al funcionario señalado.
De esa manera Asdrúbal se había sostenido en un poder
simultáneo a los tres poderes de la unión y a veces hasta se sentía por encima
de la ley, el abogado más astuto que existe. En todos los medios oficiales era
considerado, creía él, toda una personalidad, aunque algunos a la chita
callando se burlaban de su bigote aguamielero y su solemnidad. Por todo eso,
era de esperarse que el primer artículo de Esteban Medina sobre el tema de los
derechos humanos convertidos en escudo del gobernador, las trapacerías de sus
funcionarios y sus familiares, le hubiera ardido en salva sea la parte al
licenciado Reyna.
Como era hombre proactivo, de inmediato pidió cita con
el gobernador para exponerle el caso. A pesar de que era casi su cómplice, y a
veces hasta su socio en alguno que otro negocio en lo oscurito, El Señor muy
pocas veces se dignaba recibirlo. Y esa vez no fue la excepción: el secretario
particular transfirió la cita para que lo atendiera el oficial mayor de
gobernación, un oscuro arquitecto que había sido rector de la Universidad
Juárez.
—¿A qué debo el honor de su visita, mi distinguido
licenciado? —le dijo con entusiasmo diplomático mientras se levantaba de su
silla para saludarlo de mano—. Tome asiento, por favor.
—Me permití molestarle por un asunto muy delicado,
señor Oficial Mayor.
—Hombre, mi amigo, ¿a qué viene tanta seriedad? Dígame
Willy, como me dicen mis camaradas.
—Le agradezco mucho la distinción, arquitecto. Mire
usted, me apena mucho el asunto con el que vengo, ya que de por sí nos vemos muy
poco, pero, bueno, se lo diré de un jalón: Anda por ahí un amigo que se dice
periodista y el día de hoy sacó, en una revistucha, un escrito donde viene una
serie de infundios contra mi persona y, lo más grave, algunas insinuaciones que
ofenden la dignidad de nuestro señor gobernador.
—Sí. Ya sé a lo que se refiere; muy temprano me
trajeron mis ayudantes el libelo ese donde lo balconean a usted, es decir,
donde lo calumnian.
—Pues fíjese nomás. ¿Cómo cree usted que podríamos
hacerle con ese seudoperiodista?
El Willy comenzaba a impacientarse. Aparte de que
andaba con una cruda de los mil demonios, la personalidad tensa y pegajosa de
Asdrúbal Reyna era de las que muy poco soportaba. Y de pilón venía con un asuntito
que no tiene la menor importancia y que a nadie interesaba; mucho menos al
gober, quien hace media hora le había llamado muerto de risa para burlarse del
infundio y del sujeto.
Con el mismo tonito amistoso y con algunos acordes de
impaciencia, le replicó:
—Nunca les dé importancia a esa clase de cabrones, mi
amigo, y mucho menos se le ocurra contestarles. Es lo que buscan, de eso piden
su limosna.
—Pero mire, señor, es que anunció que seguiría con el
tema en la siguiente columna. Según él, con datos duros y con fotos de tres
documentos que obran en su poder.
—¿Y qué le apura? La revista es mensual; dentro de
unos días a la gente se le habrá olvidado todo el asunto; para cuando vuelva a
escribir, se quedará chiflando en la loma. Ese tipo es un mediocre, tuvo sus 15
minutos de fama allá por el año del caldo, cuando era reportero en periódicos
de verdad. Ahora que anda en estos pasquines que ni circulan, ya ni quien se
acuerde de él, es un don nadie.
Asdrúbal iba a contestar, cuando en eso timbró el teléfono.
Como toda secretaria que se respete, la asistente del señor funcionario tenía
instrucciones de marcar a los quince minutos de cualquier cita, para darle a su
jefe una salida oportuna frente al interlocutor que fuera.
—Dígame, Laurita.
—…
—Muy bien, dígale que voy para allá. —Y dirigiéndose
al visitante, le dijo apurado:
—Señor licenciado, me voy a tener que retirar, se
queda usted en su casa. Voy a instruirle a Laurita que le traiga un coñac. Espero
que mis consejos se hayan sido de utilidad.
Muy puntual, el día primero del mes siguiente apareció
la revista. En la portada traía un llamado al artículo de Esteban Medina, con
una foto de Asdrúbal Reyna en una toma donde aparecía con un gesto de tensión
dubitativa. Asdrúbal leyó de un tirón las dos páginas del artículo y buscó con
ansiedad las tres fotos anunciadas de documentos emitidos por la oficina a su
cargo. Aunque las fotos no salieron, porque al director seguramente ya se le
hizo mucho atrevimiento, el texto del artículo incendiaba los contornos de su
poder: venían con pelos y señales las historias de violencia en los antros que
antes solo habían sido rumores que nadie se atrevía a confirmar; las aventuras
del junior, las compras forzadas de céntricos lotes por parte de la hermana
favorita, las francachelas de champán Diamante
en los distintos ranchos del cacique; eso por un lado.
Por el otro, varias citas de la redacción lisonjera y
mentirosa que la oficina central de los Derechos Humanos enviaba a las
distintas dependencias del gobierno del estado, recomendaciones a las que por
lo demás nadie les hacía el menor caso.
En un tercer plano del relato venían reseñas de
múltiples actos sociales de alta esfera social en las que el licenciado
Asdrúbal Reyna convivía solícito y alegre con la casta burocrática que
gobernaba con mano dura y, según versiones, robaba a manos llenas.
El licenciado sabía que era inútil pedir audiencia en Palacio,
así que se fue directo a la oficialía mayor, al despacho del titular,
aprovechando que él le había granjeado su amistad y hasta le había pedido que
le hablara de tú.
—El arquitecto anda fuera de la ciudad —le dijo
Laurita a las primeras de cambio.
—¿Y cuándo regresa, señorita?
—Uy, no le sabría decir, licenciado. Fue a la Ciudad
de México a unas jornadas de seguridad presididas por el presidente. Ya ve
usted que ese tipo de juntas se sabe cuándo comienzan, pero no cuándo van a
terminar.
—¿Y no me podría hacer el favor de marcarle?, dígale
que soy yo y que traigo un asunto de suma urgencia.
—Me va usted a perdonar, licenciado, pero tengo
instrucciones de no molestarlo para nada;
está reunido con gobernadores, judiciales, senadores y hasta, como ya le
dije, con el presidente de la república. No se le puede interrumpir.
Desesperado, Asdrúbal salió a la resolana del medio
día. A pesar de que estaba acostumbrado a sus finos trajes, corbata ceñida
sobre camisas de seda, el calor y la ansiedad hacían que sudara a mares. Para acabarla
de fregar, estaba citado a comparecer en la sesión ordinaria del Congreso del
Estado: esas famosas pasarelas que no sirven para nada más que taparle el ojo
al macho, pues la mayoría de la bancada era favorable al régimen, hasta el filo
de la servidumbre. A pesar de eso, no podía presentarse en esas condiciones,
antes que nada él era un Dorian Gray de la política en este rancho. No le quedó
más remedio que tomar una habitación en el Hotel San Francisco, con cargo a
viáticos, por supuesto.
Antes de entrar a la regadera, le llamó a su
asistente, Francisco José Baeza, joven ingeniero en sistemas y político en
ascenso.
—Pepe, lánzate pero en chinga al D´Talamantes de la
Victoria, me compras un traje azul marino, una camisa blanca y todo lo demás;
ahí traes apuntadas las medidas en tu agenda. Me traes esa ropa a la habitación
109 del San Francisco. Acuérdate que tengo comparecencia a la una y media en el
Congreso; apenas me da tiempo.
Como para estos asuntos la gente funciona como
relojito, el joven asistente dio tres leves toques en la puerta, 10 minutos
antes de la hora. Asdrúbal abrió envuelto en una toalla grande; la agitación de
horas antes había cedido con el baño y hasta se había puesto de buen humor.
—Muchas gracias, mi hermano. Ahora te voy a hacer otro
encarguito: localízame a un sujeto que se llama Chava Capoulade, los datos
están en la libreta negra que ya sabes. Le dices que lo espero a las cinco, en
el privado del bar de La Casona. Le dejas ver muy claro que sin falta, que me
urge.
Asdrúbal aprovechó la sesión del Congreso para
fustigar a la prensa corrupta que no deja trabajar a los que día y noche se
dedican a servir a la patria; sin decir nombres dejó muy en claro la venalidad
de esos parásitos que se dedicaban a la mentira y la extorsión. Ni siquiera era
tema la prensa libre ni la amarillista ni ninguna otra, pero como el ambiente
en ese tipo de rituales solía ser amistoso y favorable. Reyna se despachó con
el cucharón del pozole, echándole alabanzas a su esforzada labor de ombudsman y
a la alta investidura del jefe máximo del estado que lo distinguía con su
amistad, el mejor gobernador que hemos tenido en décadas.
A la hora de la siesta, luego de comer en su casa como
buen hombre de familia que era, Asdrúbal se debatía en una encrucijada un tanto
cuanto ridícula: por un lado sabía en el fondo que el Willy, con su
valemadrismo juarense, tenía algo de razón de que no había que crecer a los
enanos, hacer como que pobre diablo de Esteban Medina no existía, ni sus
escritos infectos, que además nadie leía.
O casi nadie, y eso era lo malo, pues todo solía
traducirse en rumores.
Por otro lado, era relativamente fácil que el Chava
Capoulade y su banda le pusieran una buena chinga para que no anduviera de
hocicón; ese recurso ya lo había utilizado dos veces anteriores y no hubo
ninguna bronca, Chava tenía muy buenos limpiadores y no sabía rajarse.
Cuando el cadáver de Estaban Medina apareció tres días
después en un recoveco en el valle del Cerro Grande, nadie sabe, nadie supo,
que Asdrúbal Reyna había elegido la segunda opción.
The End.
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