Este día en el patio, bajo la sombra
de un limonero, admiraba la fronda tupida. Hojas y pinchos, más que flores y
frutos. Para estos últimos no es tiempo todavía de cundir (ni de nacer, casi). Las
primeras fueron diezmadas por los aironazos juarenses de marzo y lo que va de
abril, además de que muchas de ellas cumplieron su ciclo y están secándose,
convertidas en esferitas verdes que, con fortuna, estarán pronto colmadas de
jugo.
Tratando de encontrar esos frutos
que todavía no lo son, me sorprendió ver que dispersos aquí y allá por la
enorme copa del árbol, penden unos cuantos limoncitos, casi frutos propiamente
dichos, de uno a dos centímetros de diámetro (tal vez, no saqué mi flexómetro).
La sorpresa se debió a mi desmemoria, y nada más: siempre estoy vigilando el
crecimiento, los brotes, la maduración de mis dos únicos árboles (frente al
limonero crece una higuera); ya sabía yo que aún en invierno aparece una que
otra flor, de las que muy pocas logran dejar prendido un frutillo que para
estas fechas presenta un aspecto como el de la fotografía que aquí les
comparto.
Pues bien, en el sopor de la
contemplación, del arrobo ante la vida y sus recursos con que se
preserva y supera adversidades, empecé a charlar con esas criaturas vegetales
que ven ahora ustedes. No es algo tan raro, luego de que Vicente Fernández ha
platicado con su gallo de pelea y ha coqueteado con la mismísima calaca. Así yo
con los entes verdosos, quienes oyeron este discurso sentido.
“Mis bellos milagros de Natura, gozan
hoy de mis cuidados más que nunca, gracias a un terrible virus que pretende
coronarse como el rey de la tierra entera. Está mucha gente sitiada en los
muros de sus propias casas (es un decir lo de propias, no todas las casas lo
son), sin poder salir a las fiestas de siempre, al trabajo, a la calle para,
por lo menos, hacer la caminata de todas las tardes. Nos vence un opresor microscópico
y, sin que sepamos cómo, también nos está empobreciendo. Más de lo que siempre
hemos estado. Sin embargo, amados pomitos de zumo deleitable y agrio, lanzo al
tirano un reto, un ultimátum: cuando estos vegetales infantes maduren, y su
piel aromosa y brillante se tiña de ámbar, de oro, ya debes estar de regreso a
tu jaula, reyzuelo viroso, y nosotros iremos de nuevo a la vida, a la calle, al
trabajo. Eficaces vacunas entrarán por la piel de los brazos de todos.
Volveremos a las otras violencias, las guerras; a querernos como antes y a odiarnos;
los ricos volverán a tener sus ganancias, los pobres tal vez olvidemos por fin
la miseria de la cruel pandemia. Y otra vez reiremos, cómo que no, recordando
el azote de un bicho, un déspota oculto que una vez intentó destronar del
dominio mundial al humano”.
Dije así, y me pareció ver cómo
temblaban un poco los niños limones, por pura emoción. No sé si a lo lejos (si
acaso está lejos) el causante de tanta locura y temor ha temblado, también, con el espanto de su próximo fin.
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