La cuarentena puede ser benéfica si
te pones creativo (o creativa). Ejercitas tu cuerpo, ejercitas la mente,
ejercitas la paciencia de vivir con alguien minuto a minuto. Yo, para no
batallar, busco mi rincón de lectura. Si el tiempo está bueno, me voy a la
sombra de un árbol con limones y flores colgando, abejas volando, insectos de
todas las formas que caen sobre el libro y me dan compañía. Pienso en Darwin: ¿habrá
clasificado este mínimo arácnido color verde? No lo he visto en ningún catálogo
entomológico o aráñico. Será que no tengo ninguno y los que alguna vez pude
hojear en bibliotecas no son exhaustivos.
Lo malo de tener esta oportunidad
creativa es que también se piensa. Yo pienso mucho. Quizá es un privilegio de los
perezosos. Pero qué va, cuál privilegio, más bien es una enfermedad. Puede provocar
graves rupturas, llevarnos a tomar decisiones que voltean el mundo (el de uno mismo)
de cabeza. Por ejemplo, tengo días pensando en el tema del feminismo. No es un tema,
sino muchos; no una teoría, sino varias; no un problema importante para ser analizado,
discutido, valorado, sino una pila de problemas. Mayor problema sería,
mayúsculo, ignorar su importancia y callar nuestras opiniones. El diálogo
construye.
Ayer, por ejemplo, le dije a mi mujer:
--Vieja, hay algo que quisiera
platicar contigo.
--Ora qué traes, viejo –contestó sin
muchas ganas de oír otro de mis monólogos “profundos”.
--Es sobre el asunto ese del
feminismo. Creo que debemos adoptar las cosas buenas que proponen las voceras
más inteligentes del movimiento. Tú sabes que te respeto…
--Y pobre de ti si no.
--Que soy bien apoyador en los
quehaceres de la casa.
--Ay, pues ni modo que no ayudes, si
también tú vives aquí.
--Sí, pero tenemos más de medio
siglo viviendo en el planeta, casi un tercio de siglo de estar juntos. Traemos
costumbres y modelos de convivencia muy añejos. Cómo quitarnos la idea de que
hay tareas femeninas y tareas masculinas. El hombre es como el león y la mujer
como paloma.
--¡Ja, ja, ja! Pues hazme enojar y
verás cómo yo soy la leona.
--Ya sé, pero es un sentido figurado.
El hombre y la mujer tienen capacidades diferentes. Tú no mezclarás cemento ni
yeso para reparar la casa.
--¿Y a poco tú sí? Siempre tengo que
contratar un albañil.
--Ahora sí, porque ya no tengo edad
para ciertas cosas, porque me dedico a cosas culturales. Pero cuando estuve más
joven…
--Pues de algún modo te escapas del
trabajo pesado. Se vale, no te lo reprocho.
--Cuando necesitas algo del supermercado,
es más, cuando se terminan tus cigarros, siempre cuentas conmigo para salir de
compras. Yo soy un caminador de largas distancias y me parece que cumplo con
trabajos físicos, de hombre.
--¿De macho, quieres decir? Lo que pasa
es que somos distintos. Si a mí me gustara caminar y a ti quedarte en casa viendo
televisión, yo iría por tu cerveza, sin problema. Eso no es femenino ni masculino.
Son los modos de ser de cada quien.
--Sí, tal vez, pero no ha de ser
casualidad que lo rudo nos toca a los hombres casi siempre. Digo, en el caso de
nosotros los viejos, ese modo de organizar la vida en casa es bien añejo, no ha
cambiado mucho. Y eso de las mujeres mandonas, que las hay, no es nuevo. En mi
familia materna, desde mi abuela para acá siempre han mandado las mujeres dentro
de la casa. Nunca ha sido un problema para los machos, porque será mandonas,
pero también tiernas y buenas.
--En mis tiempos les decían machos a
los mulos. En el reino equino, hay mulas y machos. No entre los humanos.
--Está bien, está bien, pero
admitirás que tenemos roles tradicionales, misiones diferentes que, por cierto,
no se pelean con las ideas feministas. No con las que yo acepto y ambos hemos
adoptado. ¿Cierto, o no?
--Bueno, viejo, ya se está haciendo
noche. Toma tu delantal (el de macho, claro está) y lava los trastos. Hoy te
toca a ti.
De esta manera zanjó mi esposa el
coloquio sobre feminismo –mi soliloquio, diría ella. Sospecho que no le interesaban
tanto los trastos, sino dejar de escucharme. Esa impaciencia no me parece una
virtud femenina, por cierto. Pienso que ella debería cambiar.
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