Hoy sí he sentido la necesidad, la falta
de una voz que censure mis actos nocivos. Me hago el propósito, me doy la orden
mental de completar las tareas del día y, ocasionalmente, la enemiga pereza despierta
a mi lado, me pone encima su brazo cargante y tibio a la vez que murmura: “Quédate
aquí, para qué te levantas, no tienes patrones, no hay quien te ordene”. El cántico
aturde y aduerme y las horas se pasan pensando. Pensando en nada, por no
fatigar al cerebro.
Cuando tal cosa sucede, el mediodía me
recibe con el ceño fruncido, como llegar al aula, en la Universidad, cuando
faltan unos minutos para terminar la clase. Los compañeros y el profesor, sin
decir nada al retardado, dicen con los ojos: “Ya para qué”. Ya para que te
levantas y estorbas al flujo del día. Mejor quédate en tu sueño, en tu noche
larga. Por qué mejor no te quedas afuera, piensan los compañeros de escuela.
No es lo peor la vergüenza de haber despertado
tan tarde, sino ver que no alcanza ya el tiempo para todas las actividades que,
de no hacerse sin falta y a diario, se van aplazando y son causa de más atriciones.
El ánimo entonces se encierra, se vuelve más flojo, y el ciclo se vuelve una
amarga costumbre.
El diantre regañón me increpa: “Tu lindo programa
imposible: lectura, ejercicio, guitarra, escritura, los nuevos idiomas,
componer lo roto en la casa: imposible cumplir tantas cosas. Toma tres y sin
falta comienza y no pauses el ritmo”.
Y sí, falta gestión de mi tiempo, itinerar
por escrito, por hora y minuto. Cuando tenga el acierto de urdir un proyecto en
papel, bien armado, con dos o tres obras que puedan cabalmente hacerse, sabré
con certeza por qué levantarme. Lanzaré por la borda a la tibia enemiga y serán
productivos mis días.
Estaré jubiloso de hacer lo que debo y deseo.
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