lunes, 13 de abril de 2020

Qué hacer durante una reclusión voluntaria (24)

Queridas y queridos en el antibullicio de la encerrona:
Ayer me guardé en el silencio y, si alguien se siente agradecido por ello, no será un auditorio inexistente, sino yo y sólo yo.
Ahora mismo, parecería que escribo un mensaje para guardarlo en una botella y lanzarla al mar. ¿Cuál mar? El mar de arena que me rodea. Arena sin olas, sin corrientes que se lleven los mensajes a otra orilla donde alguien los recoja, mire las letras por encima y los vuelva a lanzar sobre las dunas de agua, las olas de arena, las mareas de olvido.
Parecería que escribo mensajes pero, como demostraré ahora mismo, lo que hago es mirar con los ojos y con los oídos bien abiertos a la pianista Alice Sara Ott, que interpreta el Concierto para piano No 3, de Beethoven, acompañada por la Orchestre philharmonique de Radio France. Qué falso es lenguaje, que incapaz: dije “interpreta” pero esa pianista vive, sufre, se exprime el alma como exprimimos la ropa mojada. Un acto artístico es un drama. No un performance, sino un drama vivo, una peripecia de la vida. O, más sencillamente, un acto de arte es un acto de vida. Así escribir un poema, un cuento, una novela, leer un poema, pintar un cuadro, tomar una fotografía, cantar, diseñar un edificio, crear el universo llamado película.
Alice Sara Ott se comunica visualmente con los músicos de la orquesta, con el director; sonríe para ellos confirmando el entendimiento idiomático de la música. Yo que estoy tan lejos (no puedo tocar la madera del piano, no me atrevería a distraer a la pianista), soy de pronto el espacio entre cada martillito que golpea las cuerdas del piano, la resonancia de ese golpe. Aunque. la verdad, quisiera ser esa lámina invisible de viento, de amor, entre los dedos de Alice y las teclas. Las teclas negras, que se tocan con menos frecuencia (o eso creo). Ella toca con tal emoción que a veces parece que va a caer de su banco. La sostiene, no lo dudo, la embriaguez de las notas que frenéticas desfilan como elíxir mágico en el ambiente.
Me apena ser tan mal tomador. Un poco de licor, por decir, un par de onzas, me ponen en tal estado que cerrarían mis ojos el sueño. Dirán, ¿y qué importa? Dormir cuando lo pida el cuerpo es bueno. Pero, ¡oh, paradoja! Con toda mi proverbial pereza, nada me aterra más que no hacer nada. Dormir y descansar me parecen equivalencias de no hacer nada. Nada es soñar. Nada, meditar. Ahora, pues, me digo que escribo este mensaje para nadie, este mensaje que no viaja, mientras viajo en las olas de la música. Enfrente de mi computadora, aplaudo tanto como ese público de no sé qué día, qué lugar del mundo.
Sólo pido que no, que Alice nunca deje de tocar.

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