Ayer me guardé en el silencio y, si alguien
se siente agradecido por ello, no será un auditorio inexistente, sino yo y sólo
yo.
Ahora mismo, parecería que escribo un
mensaje para guardarlo en una botella y lanzarla al mar. ¿Cuál mar? El mar de
arena que me rodea. Arena sin olas, sin corrientes que se lleven los mensajes a
otra orilla donde alguien los recoja, mire las letras por encima y los vuelva a
lanzar sobre las dunas de agua, las olas de arena, las mareas de olvido.
Parecería que escribo mensajes pero, como
demostraré ahora mismo, lo que hago es mirar con los ojos y con los oídos bien
abiertos a la pianista Alice Sara Ott, que interpreta el Concierto para piano
No 3, de Beethoven, acompañada por la Orchestre philharmonique de Radio France.
Qué falso es lenguaje, que incapaz: dije “interpreta” pero esa pianista vive, sufre, se exprime el alma como exprimimos la ropa mojada. Un acto artístico es
un drama. No un performance, sino un drama vivo, una peripecia de la
vida. O, más sencillamente, un acto de arte es un acto de vida. Así escribir un
poema, un cuento, una novela, leer un poema, pintar un cuadro, tomar una
fotografía, cantar, diseñar un edificio, crear el universo llamado película.
Alice Sara Ott se comunica visualmente con
los músicos de la orquesta, con el director; sonríe para ellos confirmando el
entendimiento idiomático de la música. Yo que estoy tan lejos (no puedo tocar
la madera del piano, no me atrevería a distraer a la pianista), soy de pronto
el espacio entre cada martillito que golpea las cuerdas del piano, la
resonancia de ese golpe. Aunque. la verdad, quisiera ser esa lámina invisible
de viento, de amor, entre los dedos de Alice y las teclas. Las teclas negras,
que se tocan con menos frecuencia (o eso creo). Ella toca con tal emoción que a
veces parece que va a caer de su banco. La sostiene, no lo dudo, la embriaguez
de las notas que frenéticas desfilan como elíxir mágico en el ambiente.
Me apena ser tan mal tomador. Un poco de
licor, por decir, un par de onzas, me ponen en tal estado que cerrarían mis
ojos el sueño. Dirán, ¿y qué importa? Dormir cuando lo pida el cuerpo es bueno.
Pero, ¡oh, paradoja! Con toda mi proverbial pereza, nada me aterra más que no
hacer nada. Dormir y descansar me parecen equivalencias de no hacer nada. Nada
es soñar. Nada, meditar. Ahora, pues, me digo que escribo este mensaje para
nadie, este mensaje que no viaja, mientras viajo en las olas de la música. Enfrente
de mi computadora, aplaudo tanto como ese público de no sé qué día, qué lugar
del mundo.
Sólo pido que no, que Alice nunca deje de
tocar.
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