Fotografía: Pedro Chacón
Salí de la habitación, había dos grandes tortugas atadas por el cuello con un aro de plata y su cadena, sujetas a un árbol. No se movían, ¿para qué? ¿para dónde? Parecían de piedra, pero estaban vivas en sus ojos milenarios.
Saqué mi
caja de Marlboro rojos, procuro disimular conmigo el horror de las fotos
espantosas que imprimen en las cigarreras como campaña contra el tabaquismo: se
ven hombres más jóvenes que yo muriendo de asma, conectados a tanques de oxígeno
industrial; niños esqueléticos, pulmones cristalizados de tizne. ¿Serán actores
los modelos de esas fotos? ¿Serán enfermos hiperrealistas en pleno dolor,
retratados para escarmiento en cabeza ajena?
El humo
perfumado y placentero me consuela. En esta parte del jardín donde reposo la
serena meditación de madrugada, veo frente a mí una jaula de fierro pintada de
blanco: dentro se acurruca en sus alas un perico, resiste el frío y duerme,
inmóvil. Se oye, muy quedito, su respiración; prisionero vitalicio, ya asimiló
en el cuerpo sabiduría suficiente para seguir viviendo, a pesar de la crueldad
de los humanos que lo atraparon hace muchos años, los que lo vendieron en el
mercado de carne viva, los que lo alimentan en una jaula y limpian el humillado
estiércol; quizá de alguna manera retorcida y cotidiana lo aman y se sienten
orgullosos de tan lujosa decoración.
Madre mía
Carmen Marín, ya que amanezca. He sido esas dos tortugas y a veces todavía lo
sigo siendo. Soy ese perico silencioso que sueña en un firmamento donde vuela.
O lo fui alguna vez, en tiempos más miserables de mi vida. Cuando den las seis,
regresará de nuevo mi vertebrada felicidad. Además estoy de vacaciones, muy
merecidas.
The end.
No hay comentarios:
Publicar un comentario