Fotografía: Pedro Chacón
Una madrugada de enero, José Dolores decidió matarse. Iniciaba el año de 1960, él era vecino de mis abuelos, en la colonia Rosario. Era joven y extraño, no hablaba con nadie, tenía el pelo albino y se vestía con estilo militar, de complexión atlética. Trabajaba como celador en la Penitenciaría del Estado, la que está en la calle 20 de Noviembre. En el barrio se hizo una conspiración de silencio en torno a su muerte, no hubo velorio y casi nadie acompañó el cortejo fúnebre hasta el panteón municipal donde lo sepultaron.
Años
después alguien me platicó en la cantina Siete Leguas que Lolo, además de su
chamba en la Peni, hacía trabajos especiales en el Cuartel de Rurales, el que
estaba en el valle del Cerro Coronel. Como tenía una puntería endemoniada, era
uno de los encargados de aplicar la ley fuga. Ciertos prisioneros reincidentes
o demasiado peligrosos eran señalados por el dedo fatal de algún funcionario
judicial, o por el gobernador tal vez, eso nunca se sabe, para ser ejecutados
en forma clandestina.
El
procedimiento era sencillo, en una forma espeluznante. Consistía en soltarlos
desde una celda con la puerta abierta y les daban la indicación de que
corrieran hasta la barda del fondo, que no era muy alta, con la promesa de que
si conseguían escapar por allí, quedarían libres. Pero a la orilla de otra
barda lateral estaba Lolo: jamás se le peló nadie, su tiro sonaba certero como
juicio final.
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