Estábamos mi colega Graciela y yo en el bar El Coliseo y me dijo: Cuéntame algo. Le platiqué entonces esta historia.
“Cuando cumplió 32, a Ezequiel le tocó en la
lotería bioquímica que se le desarrollara una alteración de ánimo que lo subía
y lo bajaba en la esfera de las emociones. Para su buena fortuna, en su época
la ciencia médica ya tenía muy bien tipificado ese mal, que durante siglos
había hundido en el limbo, y a veces en el infierno, a una legión desdichada.
Un médico de práctica sabiduría le recetó la
dosis exacta del medicamento con el que Ezequiel pudiera vivir sin problemas en
la dimensión civil, como cualquier persona sana, y así pasaron cinco años sin variaciones
en la convivencia, el amor y el trabajo. Estabilidad, divino tesoro.
Pero un mal día que Ezequiel amaneció vigoroso y
alegre, tuvo una infeliz ocurrencia, dejar las pastillas. Total, pensaba, soy
dueño de mi cuerpo y a pura fuerza de voluntad controlaré actos y pensamientos,
no necesito guajes para nadar.
Todavía pasaron tres meses en los que el tipo
siguió viviendo tranquilo, pero al cuarto mes su conducta empezó a cambiar con
los antiguos altibajos: de la euforia narcisista a la tóxica melancolía. Él no
se daba cuenta de esos cambios que todos los demás notaban de inmediato, seguía
muy quitado de la pena creyendo que andaba todavía en la dimensión civil de la
convivencia humana. Pero ya flotaba en la dimensión salvaje, la dimensión desconocida.
A los seis meses de aquella irresponsable reincidencia,
Ezequiel era otro en los hechos y en la intimidad de su conciencia. Amigos y
vecinos lo veían como a un fantasma. Quienes lo amaban, trataron inútilmente de
sobrellevarlo como a un muerto que camina. Quienes lo odiaban, lo miraban como
a un monstruo”.
Graciela se quedó pensativa. Luego me dijo: Ay,
no, tu relato falla en una cosa: Yo creo que quienes lo amaban no lo veían como
eso que dices, sino como a un hombre que necesita amor y cuidados.
Claro que no, le contradije, ellos saben esto: lo
que sigue es la llegada de uno de tres automóviles: la patrulla, la ambulancia
o la carroza.
Piénsalo bien, Graciela. Cuando te enfermas, tu
familia, tus amores, te cuidan un tiempo, pero el único que debe procurar el
remedio para ese tipo de males es el protagonista, nadie más puede. Luego de
unos meses, y por razones más que comprensibles, los que te aman se van pasando
al grupo de los que te odian; nadie aguanta la irritación espantosa que causa la
convivencia con un sujeto de conducta alterada, eso sería inhumano para ellos
mismos y para el mismo enfermo porque, consecuentándolo, sólo consigues la
autocomplacencia.
Todavía quiso Graciela agregar algunos ejemplos
de abnegación y cariño sin límites de alguna gente que ella hubiera conocido,
pero poco a poco me fue dando la razón.
Entonces pedimos las siguientes Modelo Especial y
cambiamos de tema, para platicar de cosas menos funestas.
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