viernes, 12 de febrero de 2021

Desventuras de tener un jefe miserable. Por Jesús Chávez Marín

Fotografía: Jesús Chávez Marín

Cualquiera pensaría que los patrones despiadados, y tacaños, solo se dan de forma natural y lógica en el sector de la economía llamado iniciativa privada. Y que los jefes y funcionarios de la burocracia son menos hambreadores, puesto que no invierten ni arriesgan su propio dinero, sino recursos públicos. Pero no. Esa lógica sería muy elemental.

En la acción cotidiana de ganar el pan de los hijos y mi propia subsistencia, he trabajado en empresas de capital privado, y también en instituciones de Gobierno.

En las primeras, tuve jefes duros. Algunos intentaron pasarse de negreros conmigo, sin conseguirlo del todo; muy pronto aprendí a negociar con ellos al tú por tú, en su mismo código: la ley de la oferta y la demanda. Hallé en ese ambiente una firme estructura de elemental nobleza, la que da el trabajo diario y un sencillo y natural sentido de justicia.

Para conseguir trabajo en el sector público pueden pasar años, primero de tocar puertas y buscar amigos que ya estén dentro del sistema, muchos de los cuales te batean con la mano en la cintura y a veces con aires de conmiseración; luego trabajar algunos años por contratos temporales que en ocasiones se suspenden y en otras se cancelan para siempre.

De pronto surge, donde menos lo esperas, el contacto que te abre una puerta segura a la casta burocrática. Para entonces ya sabes que ganarás poco sueldo y a cambio tendrás un empleo seguro y prácticamente vitalicio.

Bueno, estoy hablando de antes de que iniciara este siglo en que ya se acabaron esos usos y costumbres de la permanencia laboral, tanto en el sector privado como en las empresas globales.

En 1991, un cuñado mío ganó una beca para irse a estudiar una maestría a la Universidad de Nuevo México en Las Cruces. Al día siguiente fue a mi casa, me dijo que tenía manera infalible de que yo me quedara con su puesto en la editorial de una Universidad, que ya había hablado con la directora y ella estaba de acuerdo en facilitarme las cosas.

Y así fue. Al día siguiente me entrevistó, me pidió algunos documentos y me dio a firmar un contrato laboral de tres meses.

—Mera formalidad, Esteban, yo te conozco bien, fuimos compañeros en Filosofía y Letras, sé que estás capacitado para el trabajo.

—Te agradezco mucho, Silvia, vas a ver que no te voy a fallar.

Luego de seis meses desempleado, la verdad se lo agradecía de todo corazón tanto a ella como a Héctor.

Trabajé muy a gusto durante cuatro años, luego vino el cambio de rector en la universidad y mi directora se regresó a su plaza académica; la suplió un oscuro filósofo de la más reciente generación, que había bajado de los médanos de Samalayuca, como dicen, a tamborazos.

Este joven señor se sentía bordado a mano, y eso que usaba la pose de una pretendida humildad y camaradería. Con los jefes era discretamente lambiscón y, con sus subalternos, falsamente amistoso y verdaderamente traidor, todo en bajo perfil, taimado, reseco, igual que el desierto de donde venía.

Durante los primeros meses se dedicó con ahínco a la paciente tarea de aprender el oficio editorial, porque a pesar de que se decía ser filósofo de la ciencia, de libros no sabía ni papa, confundía los prefacios con los prólogos y las solapas con los mensajes de propaganda. Era muy afanoso, terco, y siempre vivía muy al pendiente de su importancia jerárquica, que todo mundo notara quién era el mero mero.

Al principio me cayó bien. Me hablaba de usted y me trataba de maestro, a pesar de que sabía que solo soy un viejo dinosaurio del oficio editorial que aprendió en los talleres y en las salas de redacción este noble oficio, cero maestrías ni doctorados ni licenciaturas, nada de grados, que es lo que lo hace a uno valer en el ambiente académico.

Él, en cambio se había inscrito en una maestría que debió terminar en dos años y ya iba para siete; todavía le zumbaba para la tesis: era duro de cabeza, pero, como ya dije, obstinado en todo lo que se proponía, paciente como el silencio.

A pesar de la áspera amistad que me profesaba, y de que una de sus cualidades innegables es que no tenía maneras autoritarias de tratar a la gente, a mí me fue guardando un recelo extraño que se manifestaba en los usos y costumbres de toda oficina.

Cuando yo le encargaba alguna tarea a la secretaria del departamento, él de inmediato le ordenaba un trabajo suyo inaplazable, sin importarle atropellar mis funciones.

Antes de que él llegara, el ambiente laboral había sido sencillo y de mutua colaboración, pero al poco a poco, a su estilo tozudo, fue haciendo sentir que la secretaria era para su servicio exclusivo. Y no solo la secretaria sino también el equipo de diseño, al cual solía encargarle proyectos que eran ajenos a la Universidad, para atender vagos negocios privados que le dejaban algunas ganancias extra, y hasta planeaciones de sus clases, elaboración de material didáctico y diseños para algunos de los colegas.

Claro que, al final del mes, las tareas propias de la editorial llegaban con retraso y él jamás era el culpable: en las juntas de evaluación se ocupaba en repartir las fallas entre nosotros, editores y diseñadores, que habíamos esperado a que el señor atendiera antes que nada sus propios intereses.

La gota que derramó el vaso fue que, un semestre antes de que él llegara, yo había ingresado al departamento administrativo una requisición para gestionar una computadora nueva, pues los últimos años había venido trabajando en una Windows 98 que ya estaba obsoleta.

Todo mundo sabe que la burocracia en lenta y que, a pesar de eso, tarde o temprano llegan los recursos, así que los espera uno con paciencia de santo.

Me acuerdo que un jueves hubo un pequeño alboroto porque llegaron por fin 10 computadoras de muy buena marca: una de ellas estaba asignada para mí. Era absurdo que el jefe de producción editorial, o sea yo, anduviera usando tecnología tan arcaica.

Cuál no sería mi sorpresa cuando, a medio día que llegaron los jóvenes de informática a instalar el equipo nuevo, pusieron la nueva en el escritorio del jefe y a mí me llevaron la que desechó él.

No tuve a quién reclamarle porque, a su estilo, el filósofo de rancho se ausentó toda la mañana después de dejar la instrucción bien clara de lo que se hiciera y se dejara de hacer. No regresó hasta el día siguiente.

A primera hora toqué a su privado. Pásele, don Esteban, dígame usted, qué se le ofrece. Le expliqué que el equipo que acababa de llegar lo había solicitado yo tres años antes, le mostré las copias de la requisición, los presupuestos; todos tenían el nombre de mi unidad, la unidad de producción. Me dijo: Pues sí, todo eso ya lo sé, pero usted comprenderá que las tareas de la jefatura de departamento son complejas y requieren más funciones en el equipo. En cambio, la computadora que se le acaba de instalar está sobrada para lo que a usted le toca hacer. Es más, lo felicito, ya no va a andar batallando con la computadora de leña de la que tanto se quejaba. El torpe remedo de broma que intentó fue el punto final de esta historia. De su oficina me fui directo a recursos humanos, para iniciar los trámites de mi jubilación.

 

The end.

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