Un
pez diáfano que nada en aguas mudas,
pájaro
invisible que canta en la quietud.
No
cabe decir su nombre sin turbarlo:
él
mismo, en cambio, asume voz que tramonta la distancia,
traspasa
como espada el cuerpo
estridencial
de la ciudad.
Cabe
escuchar,
callar
y escuchar la voz que desde el niño,
su
mirada-pez traslúcido nos cuenta el mundo.
Quien
toma prestado el cristal de los ojos de un niño se estremece, porque
todo
es visto por primera vez:
la
difusa madre que se arrima, redonda, a convidar su leche
al
llamado de los ojos niños;
la novel
mirada nada el éter, la música del tiempo, torbellino
plácido
de aromas y colores.
Una
palabra luminosa encubre la bruma de la tinta:
la
palabra, vuelta signos de escritura, miente,
pero
en sus grietas, laberintos, cavidades,
gorjea
un relato que no requiere nombres.
Y,
¿a poco no?, vibra más claro, más nítido
que
oratoria magistral;
bucea
más profundo que cualquier axioma
y es
de signo múltiple, como
pájaro
espada canoro y transparente.
Agua
trenzada con silencio
donde
volar con escamas de cristal,
remar
con plumas, cantar con el dolor del mudo.
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