martes, 10 de septiembre de 2019

Orgullo marrón


Estoy orgulloso de mi piel morena. Mejor dicho, estuve orgulloso: ahora simplemente valoro la belleza de mi piel; como valoro, ahora, la piel pálida y la sonrosada, tan distintas y agraciadas a su modo. Digo que antes me enorgullecía mi color, y ya no, porque ahora simplemente veo. Al descubrimiento de tonos más oscuros, como la gama del negro en muchas personas que he visto en mis viajes, comprendo que cada grupo cromático tendría razones para ufanarse. Hay belleza en todo color, si lo vemos bien.
A fin de cuentas, tal profusión de orgullos individuales y grupales acaba siendo un absurdo: ¿por qué el orgullo, si la belleza reside, es evidente, en la variedad cromática de las etnias y naciones humanas? Sin esa diversidad, ¿cómo sentirse envanecido por tener eso que todos los demás tendrían?
¿Por qué el orgullo? Porque poseo algo que otros no pueden tener: el color castaño, tirando a canela o a barro, de mi epidermis, no pueden tenerla los blancos. Y también hay razón de que los pálidos y los rosáceos crean ser distintos y se sientan felices por ello. Cada quien su orgullo, bien justificado, aunque sigue habiendo algo de absurdo en dicho sentimiento. Como que hay un ingrediente de vanidad.
¿Por qué esa vanidad, ese supervalor nacido en características personales? La piel es una capa superficial. Inmediatamente más abajo, el color es el mismo en todos. Quizá por simple felicidad, por el gozo de poderse uno identificar con cierto grupo, de pertenecer a algo. Si mi color fuera azul, por ejemplo, en vez de orgullo sentiría un triste aislamiento.
En contraste con lo anterior, el sentimiento de superioridad que se basa en el color de la piel tiene otras explicaciones. Hay supremacistas blancos porque, durante cierto periodo de la historia, los grupos étnicos de ese color en Occidente tuvieron un poder que se ejerció, entre otras maneras, mediante el sometimiento de naciones de color marrón y de color negro. De pronto, las revoluciones de la historia, la economía y el pensamiento dieron lugar a la pérdida de ese poder blanco. La filosofía supremacista, si hay alguna, tiene raíces en el dolor de esa pérdida, en una profunda frustración histórica. No hay supremacistas negros, marrones o amarillos porque, en general, las naciones de ese color no sometieron durante siglos a naciones blancas y, por tanto, carecen de ese síndrome de la pérdida; no hay un poder pretérito, asociado al color de la piel, que quisieran recuperar.
La supremacía racial es una ficción que se apoya en inventados argumentos: mi raza es más inteligente, más fuerte, más culta, más parecida a Dios (casi nadie, sino hasta hace poco en una película, ha representado al dios cristiano como persona negra; es obvio que Dios no puede ser de un color determinado por un grupo humano). Argumentos muy débiles que ceden ante la evidencia observable y medible. No hay razas superiores aunque sí hay personas superiores en toda etnia: individuos de cualquier color que desarrollan una extraordinaria fuerza, inteligencia, habilidad, inventiva, liderazgo, poder (para bien o para mal), sabiduría.
Volvamos pues a la pacífica vanidad: el lujo de ser negro, marrón, pálido, sonrosado, amarillo o, si se da el caso, azul o rojo. Algo de unicidad y de comunidad, a la vez, nos da ese tono que la Naturaleza nos dejó como distintivo pero, sobre todo, como herramienta de adaptación al clima, a la geografía en que nuestros ancestros crecieron y habitaron.

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