Estoy orgulloso de mi piel morena. Mejor dicho, estuve orgulloso: ahora
simplemente valoro la belleza de mi piel; como valoro, ahora, la piel pálida y
la sonrosada, tan distintas y agraciadas a su modo. Digo que antes me
enorgullecía mi color, y ya no, porque ahora simplemente veo. Al
descubrimiento de tonos más oscuros, como la gama del negro en muchas personas
que he visto en mis viajes, comprendo que cada grupo cromático tendría razones
para ufanarse. Hay belleza en todo color, si lo vemos bien.
A fin de cuentas, tal profusión de orgullos individuales y grupales acaba
siendo un absurdo: ¿por qué el orgullo, si la belleza reside, es evidente, en
la variedad cromática de las etnias y naciones humanas? Sin esa diversidad,
¿cómo sentirse envanecido por tener eso que todos los demás tendrían?
¿Por qué el orgullo? Porque poseo algo que otros no pueden tener: el color castaño,
tirando a canela o a barro, de mi epidermis, no pueden tenerla los blancos. Y también
hay razón de que los pálidos y los rosáceos crean ser distintos y se sientan
felices por ello. Cada quien su orgullo, bien justificado, aunque sigue
habiendo algo de absurdo en dicho sentimiento. Como que hay un ingrediente de
vanidad.
¿Por qué esa vanidad, ese supervalor nacido en características personales? La
piel es una capa superficial. Inmediatamente más abajo, el color es el mismo en
todos. Quizá por simple felicidad, por el gozo de poderse uno identificar con
cierto grupo, de pertenecer a algo. Si mi color fuera azul, por ejemplo, en vez
de orgullo sentiría un triste aislamiento.
En contraste con lo anterior, el sentimiento de superioridad que se basa en
el color de la piel tiene otras explicaciones. Hay supremacistas blancos
porque, durante cierto periodo de la historia, los grupos étnicos de ese color
en Occidente tuvieron un poder que se ejerció, entre otras maneras, mediante el
sometimiento de naciones de color marrón y de color negro. De pronto, las
revoluciones de la historia, la economía y el pensamiento dieron lugar a la
pérdida de ese poder blanco. La filosofía supremacista, si hay alguna, tiene
raíces en el dolor de esa pérdida, en una profunda frustración histórica. No
hay supremacistas negros, marrones o amarillos porque, en general, las naciones
de ese color no sometieron durante siglos a naciones blancas y, por tanto,
carecen de ese síndrome de la pérdida; no hay un poder pretérito, asociado al
color de la piel, que quisieran recuperar.
La supremacía racial es una ficción que se apoya en inventados argumentos: mi
raza es más inteligente, más fuerte, más culta, más parecida a Dios (casi
nadie, sino hasta hace poco en una película, ha representado al dios cristiano
como persona negra; es obvio que Dios no puede ser de un color determinado por
un grupo humano). Argumentos muy débiles que ceden ante la evidencia observable
y medible. No hay razas superiores aunque sí hay personas superiores en toda
etnia: individuos de cualquier color que desarrollan una extraordinaria fuerza,
inteligencia, habilidad, inventiva, liderazgo, poder (para bien o para mal),
sabiduría.
Volvamos pues a la pacífica vanidad: el lujo de ser negro, marrón, pálido,
sonrosado, amarillo o, si se da el caso, azul o rojo. Algo de unicidad y de
comunidad, a la vez, nos da ese tono que la Naturaleza nos dejó como distintivo
pero, sobre todo, como herramienta de adaptación al clima, a la geografía en
que nuestros ancestros crecieron y habitaron.
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