Calidad de los libros de
Cosío
Agustí
Bartra —traductor de Apollinaire—, en una reunión de artículos suyos reunidos
por Sam Abrams y titulada ¿Para qué sirve
la poesía?, afirma: “Sólo sirve el verso donde puedan coincidir el niño, la
estrella y el pan. Y el nabo del realismo, ¿por qué no?” Pues, benditas
coincidencias, en este poemario vemos desfilar niños, constelaciones y panes.
Y, más que nabo, el cacto espinoso del realismo. Encontramos tales elementos
dispersos en varias páginas del libro, y además juntos, incluso, en el segundo
poema, “El cerro del Cristo negro”, si consideramos al sol una estrella. Cito
versos aislados:
“Ladran
viejos vinos / algunos minúsculos pioneros del arrabal”
“Hierbajos
zumbidos zigzagueando eco de voz / de niño y silbidos”
“Y
aún hecho de esta materia espantosa —Oh poema, existes— / contra toda marea de
huesos diversificados / Quieto como cualquier sol ignominioso / por silente
eres más cierto en orografías y / parajes”
“poema
de la oración inconclusa vacía / masticado por los huesos maxilares ya más /
quietos y duros que todo pan adolescente / Eres verificable y cierto / Rotundo
como un costal de despojos en / el centro de la mesa”
La
resolución de este poema me sorprende: el poema es el pan. Y desde luego, en
este poema-pan deambulan los niños, llamados aquí pioneros, con los ecos de sus
voces y silbidos. Quieto, como un sol ignominioso, está el poema. Poema que es
un sol, pues todo lo observa al mismo tiempo que está ahí, en las espinas y los
huesos de la realidad, y es un pan al centro de la mesa. Se verifica la
premonición de Agustí Bartra: no sabemos qué tenía en mente cuando escribió
esas ideas, pero no es fortuito el acierto, pues así es como funciona la
poesía, mediante hallazgos insólitos, videncias cumplidas, magia que no se
vanagloria de sus logros. Para mí, aquí hay un poema que sirve y no es difícil
reconocer por qué: por su verdad, por su capacidad para llevarnos a donde está
una verdad necesaria.
* * *
La
respiración extensa de estos versos, su modulación pausada, de alfarero, como
si las palabras fueran arcilla, como si el producto a elaborar exigiera
mantener indicios de habilidad y vasto repertorio, me provoca sensaciones
opuestas: tomo casi al azar un poema del primer libro, Conversando otra voz, y encuentro líneas que con gusto repetiría
hasta memorizar:
“vivimos
la aspiración líquida de la medialuz”;
“mira
esta destrucción compaginada de los astros”;
“nazca
este viendo fabricando / su minuciosa fatalidad / pase sobre la alta planicie
del cuerpo / diseminándose en los ojos abandonados de las avenidas / haga nacer
otra corteza en las caricias del insomne...”
Aquí
el idioma es una mina donde se cava con amor, las palabras del español son
muchas y más aún sus combinatorias posibles: el poeta, si tiene amor por la
palabra, se sirve profusamente de ella, explora en su abundancia de sentidos y
sonidos. He ahí la parte grata de esa emoción provocada por esta lectura
particular. Cosío tendría 28 años o menos al escribir estas líneas, las de su
primer libro, y esa calidad no ha decaído. La parte ingrata surge cuando
compara uno su trabajo con los versos de poetas actuales del estado, jóvenes y
no tan jóvenes, a quienes no hace falta nombrar: pareciera que se ha preferido
un facilismo, una pereza de la construcción verbal. Pareciera también que
muchos autores que hoy escriben no son tocados por la cultura general, por
lectura alguna, si la tienen, y presentan escritos llenos de coloquialismos,
lugares comunes... más una fe en el atrevimiento y el lenguaje bravo, como
ciertas canciones de hoy que sufren de una grosería elemental, sin gracia
alguna. Recuerdo el comentario de un amigo que, luego de leer y escuchar a
varios poetas locales, dijo: “Bueno, el común denominador de los poetas es que
redactan mal”. Debería yo leer fragmentos de esa poesía, pero no se trata de
molestar o de ofender a nadie, sino de proponer, como ejemplo, la mejor
escritura de aquella generación que ahora comienza a envejecer. Le debemos a
Ciudad Juárez una antología de poemas muy cuidadosamente seleccionados de los
talleristas que dirigió David Ojeda en los ochentas. Las ediciones de sus
libros fueron limitadas y quedaron todas en un primer tiraje, con la ilusa
creencia de que mil ejemplares o menos bastan para informar a un público
superior al millón de habitantes sólo en esta ciudad. El resultado de un
esfuerzo editorial tan poco optimista es que los mejores poemas queden
condenados al olvido, si no asumimos con total seriedad la tarea editorial
inmediata que se deriva de esta situación.
No
quiero dejar de comentar esto: cuando, en 1992, Cosío fue honrado con el Premio
Chihuahua de Literatura por “Tomóchic, el día en que se acabó el mundo”, obra
teatral que tuvo numerosas representaciones en el estado, ya había publicado Conversando otra voz, su primer
poemario. El merecimiento estaba más que alcanzado por la calidad de sus
trabajos literarios.
Lecturas, influencias
Si
bien el grupo del taller donde perteneció Cosío comparte influencias culturales
y afinidades esperables en personas que convivieron durante varios lustros, se
puede advertir en algunos de ellos —aludiré sólo a los poetas— mayor cercanía
con las traducciones de los simbolistas franceses, con las de Baudelaire y
Apollinaire; otros estaban más hermanados con Bukowsky (pero, desde luego,
Bukowsky también leyó a Pound, a Villon, Lorca, Elliot); Ricardo Morales nutría
su inspiración en la música, el cine, los clásicos; Cosío tiene fuentes
evidentes más cercanas, además de su cultivo literario como gran lector que ha
sido siempre y su formación universitaria: David Huerta (de ahí quizá la
predilección por el verso largo), Marco Antonio Campos. A veces me parece que
sus versos tienen ecos de Alí Chumacero, pero puede ser una percepción
provocada por la cadencia que se mantiene en toda su escritura. Cosío, de entre
todos, me parece el poeta de más reflexión filosófica y también el de calidad
más permanente: imposible ver un poema de él que descienda al nivel del chiste
o el cinismo sin arte que sí fueron visitados, de vez en cuando, por otros
colegas suyos. Todos tienen buenos y malos poemas, en proporciones variadas,
pero en Cosío la mayoría de las páginas, aunque no son muchas, mantienen una
calidad estética constante y, a la vez, ha sido de los menos publicitados en
cuanto poeta.
Un
ejemplo de lo que considero poema filosófico es el que se titula, en este libro
reciente, “El amor es producto de la imaginación”. Ahí se alude a un viaje en
automóvil, y enmarcado en el sopor de la velocidad, arrullada la imaginación
por el ruido del motor, dice el poeta:
“Asoman
las fatigas del tiempo frente al contraluz / de una suave sabana por donde
dices han pasado / ríos // rastros del aire contra los cactos y las piedras //
Todo impasible viéndonos por la / carretera donde nosotros como otros pasamos”.
Es
el tiempo fatigado el que se asoma a las ventanillas del auto, y el paisaje
sólo es un fondo, “el contraluz”; además, los viajeros son los observados por
el tiempo y ese fondo ante quienes ellos, con su auto en marcha, sólo son unos
que pasan, minimizados entre muchos otros que van por esa carretera. Sobreviene
entonces la pregunta del poeta a su compañera dentro del vehículo:
“Y
yo ¿he pasado frente a ti como el rayón rojo que somos ahora ante los radares y
los insectos adormecidos por el frío?”
Comienza
la irrealidad: el amor es pasajero, fugaz, porque no es una cosa, sino un
producto de la imaginación, como indica el título. Por eso dice el poeta:
“y
mira que preferimos envolvernos en el abrazo quieto del sueño antes que
resolvernos en la velocidad que ahora surca este silencio gélido de faunas
escondidas y en reposo”
No
se habla aquí del sueño de quienes duermen, sino del acto de soñar. Y cuando se
dice “antes que resolvernos”, quiere decirse: “antes que disolvernos, antes que
volvernos velocidad pura”, entre el frío silencio habitado por animales
ocultos. Pero esa disolución será inevitable, pues
“...ese
momento irreparable adonde el silencio nos lleva tenía que imponerse con la
ayuda de nuestro oráculo // Que desde que nos enseñó a cruzar las avenidas y
las carreteras del sur sabía ya que no éramos posibles”.
No
es posible el amor, pues ya está dicho (por un oráculo) que el amor es
imaginario, es un viaje que desde su inicio mismo va imponiendo su dilución, su
tránsito a la nada
“Ahora
después de que inauguramos la inolvidable travesía y empezamos a desmoronarnos
a fuerza del viento a ciento veinte kilómetros por hora”.
El
poema cumple, así, lo que anunciaba: los amantes se resuelven en velocidad,
desmoronados también por la fuerza del viento.
Escogí
este poema porque guarda gran afinidad conceptual con otro que aparece en
Cíbola. Éste se titula “Declaración de principios” y contiene la base
filosófica concretada en la realidad, llamémosla así, del texto que estuvimos
comentando. De éste, anterior en el tiempo, citamos fragmentos:
“[...]
nada
soy
es
sólo una sombra lo que anuncia un destello
incomprensible que traza en las líneas fugaces
de tu mano
sus
orbes desterradas sus delimitaciones vencidas
nada
me da su consistencia porque he perdido las justas
palabras para nombrar al mundo
[...]
ni
todas las conjeturas inyectadas con el sabor de mi lengua
en tu alma son reales
ni
la música el sol mis ojos
ni
el tiempo dado como si fuera posible retornar o como si nos
abrigara a su sombra para brindarnos alimento y
alivio
ni
aun tu inmaculada mancha en mi corazón tu inextinguible
voz tu miel”
La
filosofía, como componente de la literatura, se encuentra aquí y allá, en un
verso suelto, en el conjunto de sentido, entre líneas. Así lo veremos más
adelante, cuando comentemos otras páginas del nuevo libro, primero de esta
época de Joaquín que habrá de producir otras visiones, otras vivencias y otras
maneras de luchar por colocarse a la altura de los grandes poetas y
desplazarlos, porque sólo esa lucha tiene sentido para un escritor.
Es
fácil hallar, ya advertidos, los vuelos filosóficos del poemario que ahora
tenemos a la vista. Por ejemplo, la inusual manera de llamar a la división
fronteriza, que es una fría valla metálica, “el muro de las lamentaciones”. Es
el poema de apertura, y éstas sus primeras frases:
“A mi imagen y semejanza
te hacen en esta primera hora los párpados de
/la
piedra filosofal
y con la noche mística
perfilados
los edificios también como un oasis
se te revela esa sonrisa cuna de las arcaicas velas
/de
dios”
El
poema continúa con la relación de visiones de esta ciudad, enrarecidas por la
distancia y por los fenómenos que la distorsionan ahora, pero el relator
prefiere verla “contra las palmeras y el cielo rojo de fecundo / con el día más
hecho de mi propia / configuración de fantasmas y peces muertos / que de los
sepulcros bajo la piedra política que / es cada casa”. El poeta prefiere
llamarla “Mi ciudad perteneciente / Mi ciudad inundada de colibríes y lluvias
frías / serás”.
Temas y aspectos formales
del libro
Si,
como dice el recién nombrado Premio Nobel de Literatura Tomas Transtömer, la
poesía es un sueño realizado en la vigilia, y esto es aplicable a la colección
de textos que tenemos aquí ahora gracias a la pluma de Cosío, tratemos de
indagarlo desde el título del libro. ¿Qué nos evoca esta oración compuesta, Bala por mí el cordero que me olvida? Un
perro aúlla por su amo. Eso es normal. No lo es tanto que se queje por nuestra
ausencia un cordero. Mucho menos puede aceptarse, con una lógica inflexible de
matemático, que el cordero, ya sin memoria de mí, esté balando por mí. Esto es propio de una racionalidad estrecha, pero es perfectamente posible en
poesía, donde el mundo de la imaginación y del pensamiento blando como los
relojes de Dalí puede abrigar contenidos de la mayor amplitud y profusión.
Que
en una ciudad haya un cordero balando, ya de por sí pertenece a la memoria
lejana, al sueño de algo que ya no es —el pasado bucólico de nuestros
ancestros—. Estamos ante una imagen onírica, quizá de pesadilla, por la carga
angustiosa del olvido que hay en ese lamento animal, sin mencionar las
connotaciones simbólicas del cordero, cuyo comentario nos llevaría no sé a
dónde. En ese marco irreal, onírico (¿acaso tienen lógica los sueños?), ha
pasado el poeta muchas horas de vigilia tratando de hacernos vivir su sueño. Se
cumple así, creo, la idea de Transtömer que citamos líneas arriba.
La
poesía de Joaquín Cosío, desde sus inicios, tiende a escribirse sin puntuación, como es frecuente entre sus
condiscípulos del taller del INBA. Es un modelo aprendido o imitado de
pretéritas vanguardias y muy común en cierta generación de talleristas
literarios en el país. Tiene sus ventajas: el discurso marca sus pausas de
manera natural por el sentido, por las unidades gramaticales, por el límite
físico del verso. Digamos que no hay el estorbo de las comas y puntos y aún hay
manera de saber, mientras leemos, dónde empieza y dónde acaba cada parte.
Además, Cosío emplea mayúsculas donde corresponde, utiliza signos de
interrogación, guiones, paréntesis. Sólo no están las manchitas de los puntos y
las comas. Eso da un aspecto de cierta desnudez a la página escrita, y también
cierta informalidad que se ve desmentida por el lenguaje tan rico y a la vez
ausente de sarcasmos o giros coloquiales. Es como un traje impecable sin el
adorno inútil de la corbata. De esta costumbre casi antigua procede, he aquí la
paradoja, parte de la frescura que caracteriza los textos de Cosío.
Otra
cualidad de sus poemas, cuya profundidad no demerita su frescura, está en las
imágenes. Para ejemplificar ofrezco esta evocación con que inicia el poema
titulado “Mi madre”:
Recuerdo que recuerdo el perro
que
saliendo de la verja atacaba
era lo único cierto
en
mí entonces
ladra el perro y mis sábanas están encima de mí
y respiro agitado y recuerdo...
Me
niego a leer completo este bellísimo y breve poema, por si lo retoma el autor o
los lectores prefieren disfrutarlo a solas, estrenar su descubrimiento sin la
contaminación de haberlo escuchado, pero me interesa llegar al final (al
contrario que en la narrativa, los poemas no pierden su encanto si conocemos el
final) porque esa recurrencia onírica del perro persiguiendo al niño se
resuelve así:
Ahora
más
real que el perro que me ladra
es otro sueño más puro:
un
perro que me sueña
amando
Se me ocurre que esta imagen tiene una delicadeza casi oriental. Cuando
junten ustedes las piezas del poema lo van a disfrutar mucho. Mejor si le dan
lectura dos o tres veces, y al otro día regresan a él.
Hay
elementos, en este poemario, que conectan al Cosío de sus libros anteriores con
este del año 2011. Son elementos compartidos con sus contemporáneos del taller
de Ojeda: en los mares fantasmas de nuestro desierto, los poetas recurren a la palabra
naufragio, a barcos efímeros con sus velas y sus mástiles. Desde luego hay
oleajes —de arena o de luz crepuscular— y unos cuantos términos propios de los
viajes marinos: deriva, sotavento, cartas de navegación. Es una especie de
nostalgia del mar que, curiosamente, anima buena parte de la escritura en esta
zona desértica. Y es que tal vez, en lugar de arena, en nuestro espíritu habita
un pretérito mar. No somos aridez: somos un mar que fue.
Volvamos
a la idea de naufragio, uno de los elementos de esta poesía. Tenemos que
reconocer a un poeta como alguien condenado a cierto naufragio. Mucho podría
decirse y se ha dicho al respecto. Sin embargo, en los naufragios confluyen
extremos opuestos, como relata Francisco Tario en su cuento “La noche del buque
náufrago”. Dice ahí: “Transporté una locomotora y un ramo de orquídeas; un niño
recién nacido y un moribundo; un banquero y un poeta; una reina y un prófugo”.
He aquí que, si el poeta se hunde, es porque hay un mundo haciendo agua en
torno de él. Tario, sin embargo, narra su visión de un mundo pueril, estúpido.
En contraste, el mundo que navega en este barco de la poesía joaquinista es un
pueblo de fantasmas amados, y su nostalgia nos dice cuánto duelen las ausencias
y también cuánta infelicidad las coloreaba cuando brillaban y latían como
presencias.
Los temas
Cosío
está entre los primeros autores locales cuya poesía se vio tocada por esa
violencia que nos ha crecido como un cáncer incurable. Así, en 1999 publicó “La
muerta” y “Las muertas”. El primero de esos poemas es un testimonio personal
que inicia de este modo:
“Cruza la muerta quieta, blandamente / la de las
lánguidas manos abiertas sobre el río / cruza caudales ásperos bajo las losas y
los ojos...”
El
segundo retoma uno de los primeros conteos periodísticos de esa ignominia: las
mujeres desaparecidas.
“Las muertas
A 120 muchachas las han visto partir vestidas de
fiesta / o en rígidas ropas necesarias para el trabajo...”
Ambos
textos aparecieron en Cíbola. Cinco
poetas del norte, libro compilado por la UNAM en su colección “El ala del
tigre”. Es notorio que los cinco son poetas chihuahuenses, y tres de ellos,
juarenses.
Entre
los poetas del estado que han publicado por lo menos un libro, algunos se han
ocupado de la problemática social, humana de la entidad. Podemos nombrar en ese
grupo a Cosío, Micaela Solís, José Pérez Espino. Es mayor el número de esa
especie si contamos a los narradores y dramaturgos: Alfredo Espinosa, Antonio
Zúñiga, Pilo Galindo. Hay más, desde luego, aunque muy pocos. Hago alusión a
esta temática porque tiene que ver con un examen crítico de la producción
poética local, un examen que le debemos a la comunidad juarense. Hay críticos,
desde luego, como Mario Lugo y Ricardo Vigueras. Sólo nos falta el abordaje de
la poética local y estatal en mayor medida.
* * *
Aunque
parezca una torpeza, opino que los temas de la poesía inciden en su calidad. De
ninguna manera sugiero que la denuncia o el abordaje de la violencia actual
sean las condiciones determinantes de la calidad. Pero, me parece, la asunción
del poeta como testigo de su tiempo, su inmersión en la vida social, como
observador al menos, es una de sus funciones desde el origen de la poesía. En
cambio, la limitación o la preeminencia de los temas de cantina y las anécdotas
frívolas, abaratan un tanto la estética.
Pongo
por muestra la escritura de esa generación que comenzó a formarse en el taller
del INBA de los 80, el coordinado por David Ojeda: las preocupaciones temáticas
de esos chicos que ya no lo son tanto apuntaban hacia referentes culturales más
o menos lejanos, más o menos elitistas, pero al fin formaban parte de la
tradición y las corrientes en boga. Eran, los poetas locales de aquel tiempo,
unos aristócratas pobres que sabían algo de rock, hablaban sobre cine
norteamericano y emulaban a poetas del siglo XIX o principios del XX. Con el
tiempo, sus seguidores y algunos de ellos mismos fueron dando un giro hacia
cierto cinismo, cierto enclaustramiento en las cantinas —me refiero al mundo
narrado en los poemas— y su lenguaje se llenó de elementos de ese mundo. No que
deba faltar esa mención, pero de pronto era casi el contexto único de la
poética local, y los pequeños seguidores se fueron todavía más abajo en el
manejo del idioma y en la elaboración retórica de los textos. Hoy tenemos una
pléyade de poetas elementales, sin búsqueda de sentidos profundos a través de
la palabra.
Toda
esta elegía viene al caso por el contraste que representan autores como Joaquín
Cosío y los primeros libros de su generación, y si preparamos pronto una
antología de los mejores textos de esa camada, quizá podamos ofrecer un ejemplo
a los nuevos poetas, con la esperanza de que la poesía camine hacia adelante y
no se vulgarice, en el mal sentido del término.
Conclusión
Cosío
nos entrega este poemario a una edad en que solemos hacer un “corte de caja con
la vida” —tomo prestada una frase de Luis Arturo Ramos— y su verso de hoy
difiere de aquellos publicados hace 21 años y también de los que publicó hace
12 años.
En
los versos de hoy, me parece advertir, el amor cobra su mayor intensidad cuando
se vuelve ausencia —cómo negar que eso nos pasa a todos—. Hay temas del primer
libro que perviven en su repertorio, o más bien deberíamos decir: pre-textos
recurrentes en su necesidad de nombrar al mundo desde una visión personal: la
noche, la ausencia, el naufragio. Pero también hay presencias nuevas y de
capital importancia: su preocupación por fenómenos como la migración, como la
vida humana según fermenta en los rincones más alejados y oscuros. Así lo vemos
en la última sección del libro, llamada “Mutis”.
El
poeta Joaquín Cosío, ciertamente, creció en la búsqueda de una poesía que
derrumbe a sus modelos “fuertes”, para utilizar la expresión de Harold Bloom.
Es difícil que el tiempo disponible le baste, ahora que participa en todas las
series televisivas y es muy solicitado en los medios del cine y el teatro, pero
él sabe que en todo arte hace falta entrenamiento constante y estudio. Si toma
conciencia de sus capacidades como poeta, algún día antes de la ancianidad lo
veremos dedicando tiempo a este talento suyo cuyos productos reclamamos, por
bien de la estética mexicana, quienes apreciamos lo que ha publicado hasta hoy.
Gracias.
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