Gabriel García Márquez declaró, en una entrevista, que
la muerte es injusta.
Mentira: injusta es la idea que nos plantan de una
vida permanente. La muerte es el precio que pagamos para que siga habiendo
vida. Si no muriésemos, no podríamos multiplicarnos. Además del error de creer cuentos
absurdos como que la vida es duradera, que
la vejez es una enfermedad y el progreso puede extenderse hasta el infinito, caemos
en la estupidez de proliferar sin mesura. Ahora pagamos consecuencias y el
futuro se avizora más difícil.
No sería muy descabellado tratar de convencer al mundo
de esta verdad simple: nuestros mayores problemas provienen del exceso de
humanos. Esta demografía desatada, me parece, viene de la misma raíz que la
codicia: más hijos, más propiedades, más amantes; esto es lo que cada humano
ambiciona. El costo, según se ven las tendencias, será la extinción lenta y
dolorosa de la especie.
La vida es un regalo maravilloso, tan grande, que siento
pena por los que no han nacido ni llegarán a gozar de esta riqueza, la de estar
vivos. Pero no sé qué sea peor: la ignorancia de quienes no nacerán o nuestra conciencia
del alto precio que pagamos por dicha tan breve.
Recuerdo estos versos del venezolano Miguel Otero
Silva:
“Mientras
los niños mueran
yo no
logro entender la misión de la muerte”.
(Tres
variaciones alrededor de la muerte)
La misión de la muerte es barrer de la calle lo bueno
y lo malo, lo perverso y lo puro. La misión de la vida es traernos de nuevo lo
mismo: lo extraordinario junto a lo insulso, la codicia y la generosidad, lo
ajeno y lo propio. Una y otra misiones completan algún mandato supremo de no
imposible comprensión.
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