Les comparto las fatigas de mis
andanzas confinadas durante las últimas 48 horas y entre cuatro paredes
estrechas. Nada hice, si no fue abordar un cuentecito de E. A. Poe. Un
cuentico, me dije, qué tanto es. Está en su idioma original, que no es el mío,
pero qué tanto es poquito, dicen los decires. La extensión es lo de menos: ese
canijo de Edgar, ¿era cuentista, filósofo o ensayista? Una larguísima
disertación sobre las diferencias entre cálculo y análisis, el método
deductivo, las habilidades mentales de su roommate (del narrador, no de
Edgar) Alphonse Dupin, quien es además el brillantísimo detective que resuelve
el difícil caso presentado en este cuento, The murders in the rue Morgue.
Varias de las 35 páginas de apretado texto se dedican a digresiones que no sé
si son indispensables para conocer la historia propiamente dicha, el crimen
cuya solución representa un insoluble enigma para la policía. Es un sacrilegio
lo que estoy diciendo, motivado tal vez por mi torpeza como lector del inglés
peculiar de Mister Poe. Lo cierto es que este relato, calificado por algunos
como la primera narración detectivesca, mantiene al lector en una tensa
incertidumbre, lo lleva de la intriga al horror y luego lo trae por el camino
placentero del descubrimiento, mediante un ejercicio intelectual minucioso, del
enigma resuelto. Más horas de las que me creí capaz de emplear en la lectura me
robó este magnífico trabajo. No me arrepiento, aunque me duele.
Pero un cuentico de 35 páginas en un
idioma casi desconocido no sería pretexto suficiente para abandonar a ustedes y
dejarles descansar de mis discursos que poca o ninguna novedad ofrecen. Ni lo piensen,
no me fue tan fácil despegarme del asiento que ya me estaba causando
dolorcillos poco más que molestos en los huesos que generalmente están forrados
de los músculos destinados a sentarse con cierta comodidad. Resulta que para
continuar con una tarea encargada por cierto amigo querido y chilango, me fue preciso
documentarme por vía de leerme una novelilla, esta sí en mi idioma, y que a
simple vista me parecía cualquier cosa. Una novelica, me dije, ¿qué tanto es
eso? Y ahí me llevas, a conocer de cabo a rabo, de pe a pa, la novelita de doña
Agatha Christie. En inglés, el texto se llama Ten little niggers,
mismamente como una canción infantil muy conocida a finales del siglo XIX y
principios del XX en Inglaterra y supongo que también en Estados Unidos. Pues
pasó un día. Leí durante varias horas de ese día el epílogo y otra parte final
de la novela, donde conocí la trama total sin falta de leerme lo demás. Pero me
puse a hojear las primeras páginas, por si acaso encontraba cosas de interés. ¡Que
si las hay! Esa mujer era un genio y cada línea de lo que escribió, al menos en
lo que llevo leído de sus ochenta o más obras, logra mantener el interés de uno
al grado que no puede dejar de navegar por sus páginas para ver qué sigue,
quién más morirá y de qué modo. Total, seguí, seguí, seguí… A los tres días,
agotado (porque a los sesenta y un años uno se agota de leer durante tres días,
muchas horas cada vez) di cuenta de esa nada pequeña novela. Me releí el epílogo
y “Documento manuscrito enviado por el capitán del pesquero Emma Jane a
Scotland Yard”. No podía dejar de hacerlo porque había olvidado quién era el
asesino y porque esa relectura, con fatiga y todo, es inmensamente placentera.
También es agotador porque el libro lo mantiene a uno en tensión, intrigado, y
la emoción intensa sostenida por mucho tiempo es capaz de producir fatiga.
Créanme. El placer también agota.
En fin, amigos y amigas, ya saben
por qué me retiré un poco de la buena costumbre epistolar. Ahora vuelvo con
ustedes, así sea tan sólo para explicar por qué no he regresado.
Abrazos desde la sana distancia (que
no sea tan distante que se vuelva insana soledad),
2 comentarios:
Estimado y nunca bien ponderado Agustin. Sazonaste bien tus palabras. Soy fan de Agatha (genio)
A ver si ahora le atino para publicar. Ya hasta olvide mi comentario....ah, ya: palabras bien sazonadas, estimado Agustin.
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