La ilusión de que el progreso constante
es posible, y de que esa posibilidad tiende a mejorar el mundo, es la verdadera
causa de todo el caos, toda la violencia que enturbia la vida actual, este
triste comienzo del siglo XXI. La idea de progreso ligada a la mejoría
económica justifica los medios para alcanzarlo. Sin embargo, hay muchos
aspectos en que esta ideología ilusoria coloniza nuestro interés.
Una
de las muchas vertientes del problema es patente cuando, por ejemplo, un
gobierno pretende llevar “cultura” a un pueblo al que supone inculto: comienza
por el método de traer espectáculos ajenos, foráneos, exóticos. Y esa forma de
mostrar el progreso, en la imaginación del Estado, equivale a enseñar con el
ejemplo la manera de ser cultos. La realidad es que sucede lo contrario: con el
despliegue de espectáculos de lujo, la enorme inversión económica de traslados,
alojamientos, montajes, toda la cultura local se ve suprimida, o por lo menos
enviada al rincón más lejano y marginal de su actividad vital. Se nos hace
creer que la cultura es algo que se vende caro en un local cerrado o, en el
mejor de los casos, en una explanada bien equipada con luces y equipo sonoro.
Ante tal espejismo el guitarrero del camión, el teatrista local, el artesano,
el grafitero y el malabarista de los cruceros se vuelven grises intentos de
arte, manifestaciones devaluadas de la “alta cultura”. Y son ellos, sin
embargo, quienes hacen bullir la imaginación creativa día con día, en todos los
rincones de la ciudad. Son ellos quienes impresionan los sentidos y la
sensibilidad de los habitantes, siempre a cambio de poco y con frecuencia sin
retribución.
No hay comentarios:
Publicar un comentario