domingo, 10 de abril de 2016

Comparto este poema inédito, de mi autoría

Tonada para un viejito insomne


En noches así, señor,
cuando los ojos no quieren sellar
y en el muro hay un teatro de sombras
—muecas que malignas ríen;
siluetas en torcido baile—
a la vez que desfilan pretéritos eventos:
perpetuo desfile de ovejas
blancas, berreantes, repetidas,
incapaces de caer al precipicio
de una vez por todas.

En estos casos, le digo, no piense en dormir.
Que si los párpados no cierran
la caja resonante de los pendientes
y las preocupaciones,
es porque no quieren y tal vez jamás van a querer
guardarse en el mar de una calma resignada.

A veces, el sueño es dócil
y fácil arrastra al cuerpo hacia el reposo.
Entonces la almohada cómplice
y la colcha esponjosa
nos envuelven con la espesura del olvido
hasta la luz del otro día.

De vez en cuando, sin embargo,
y con más frecuencia entre nosotros,
no viene a caer el telón de la vigilia
para velar la mirada,
para traer al músculo reposo
y un rato sin recuerdos.

En casos como este, abuelo,
déjate vencer; alza el pesado cuerpo
de la inútil cama.
Que un libro sea consuelo de tus horas,
o una copa de licor, un cigarrillo,
un disco de buena música
te harán breve la espera de la aurora.

He sabido de algunos que se ponen a cantar
con guitarra o sin guitarra.
Algunos otros dibujan
o escriben un poema, una novela.

Si yo supiera cómo, viejo amigo,
compondría una tonada, un sonsonete nomás
de ritmo lento
que ni espante al sueño
ni haga pesar más la madrugada.

Hay locos en el mundo que caminan
cuando todos los demás están dormidos.
Andar bajo el celaje perforado
de luciérnagas,
platicar con los astros que no tiemblan
de frío, sino más bien emocionados
porque hay ingenuos que van filosofando
sobre cada estrella.

Dormir es biológica costumbre
y escapamos
para no hundir nuestra consciencia en la rutina
de hábitos tan burdos,
tan iguales.

Ya dormimos tanto, los viejitos…
y todavía nos falta un sueño prolongado
en el extremo del camino.

Mas, si de pronto no quieres levantarte,
abuelo terco y perezoso,
abre el álbum grueso, inmaterial,
de los recuerdos:
los agridulces, los mejores.

Como aquella muchacha que tanto perseguiste
y siempre te negó su beso.
Cuánto te alegraba ver su turbación,
la boca a punto de decir un “sí”;
el dolor con que decía “no”,
pues era buena y
no deseaba lastimarte.
Una y otra vez te rechazaba, un tanto apenada,
y gozabas tú su escapatoria
una y otra y otra vez,
como se escapa el sueño ahora, y no obstante,
la pasas bien porque en algún momento
más temprano que tarde
te dará su beso tibio el primer sol,

y tú le darás los buenos días, agradecido.

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