viernes, 9 de enero de 2015

Un cuento del padre Francisco García

Hoy tengo el placer de ofrecer a mis lectores un texto de mi entrañable amigo, el Padre Francisco. Sin duda podrán valorar su calidad e intensidad cuando lo lean.
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Desconcierto
Un relato de Francisco García

Corro por la calle. Voy cargado de angustia. Los autos pasan a gran velocidad y sus luces traseras se esfuman como si algo las amenazara: son como luciérnagas a punto de morir. Los ruidos no paran, parecen martillazos golpeando sobre láminas de acero. Yo en la esquina, invadido de zozobra. La gasolinera con publicidad de veinticuatro horas de servicio está cerrada.
Me resguarda un árbol mediano; los autos también se esfuman: se han ido a todos lados, allá, hacia el final. Estoy solo. Los ruidos no se van, salen de una camioneta color negro. Me tiro en el suelo. La camioneta sigue las estelas de luz dejadas minutos antes y las recoge del aire para localizar a los fugitivos. Camino en sentido contrario a su dirección. En las banquetas no encuentro resguardo, solo oscuridad. Avanzo. Los ruidos de las armas se escuchan menos fuertes, pero se suman otros nuevos: lamentos, quejidos. La única luz que me guía es la de mi celular. Avanzo apresurado, un bulto se me atraviesa: es un cadáver. Tropiezo con él. Soy sacerdote y camino descalzo, no quiero hacer ruido. El cuerpo está tibio, lo sé porque mi pie roza con su cara. Me detengo y rezo en silencio. Solo quiero que Dios me escuche. La avenida es larga y se va apagando apenas pasa la camioneta oscura. El oriente en penumbra. Los disparos lanzan las últimas luces que iluminan esos lugares. El difunto está desangrado, mis pies están llenos de su sangre y las huellas van quedando marcadas por la banqueta, pero no quiero dejar rastro. Imposible limpiármelos, la prisa me acorrala. La sangre del difunto se mezcla con la mía. Un vidrio se incrusta en mi talón. Hay vidrios por todos lados: también ellos mueren. El silencio aumenta, solo se escuchan mis respiraciones que son cada vez más fuertes. En la banqueta, mis huellas están incompletas: solo el pie derecho y los dedos del izquierdo. Rengueo. Me duele. Nuevos muertos me encuentro, más sangre. ¿Dónde quedaron mis zapatos? Me detengo en cada cadáver y rezo nuevamente, siempre en silencio. ¡Tengo miedo! Espero que Dios me escuche, nunca he dicho oraciones tan afónicas. Un quejido: una mujer está viva. Me hace señas para que me retire. No puedo hacerlo y me inclino para consolarla. Sus manos se están poniendo frías. La sangre avanza por la calle hacia las alcantarillas. Soy sacerdote, balbuceo. La mujer se calma para morir.
Váyase padre, no muera como nosotros.
Mis manos están ensangrentadas. Mi teléfono se llena de sangre, no lo puedo limpiar. Rosa, se llama la mujer.
Déjeme su teléfono, padre, le temo a la oscuridad.
La poca luz que le queda está roja también. Los ruidos se escuchan a lo lejos, pero su eco resuena en mi mente. Avanzo entre muertos. No traigo agua para bendecirlos, pero les rezo en silencio. Padre nuestro que estás en el cielo, santificado sea tu nombre. Corro como puedo. Los latidos de mi corazón se escuchan más que mis rezos. Parece que mi temor es más fuerte que mi fe. Venga a nosotros tu reino. Llego a mi parroquia. La puerta está abierta, así la dejé cuando salí apresurado a prestar auxilio a un recién acribillado. Cierro con todo lo que puedo. No hay electricidad, la vela del sagrario está encendida. Me recuesto a los pies del altar, en pocos minutos me duermo. Sé que estoy dormido pero tengo miedo, no puedo despertar. No quiero ver más sangre ni escuchar más lamentos. Me aferro a mi deseo de no despertar y me resguardo en la inconsciencia del sueño. Los ruidos son más cercanos, creo que es mi puerta. No despiertes, me digo y le pido a Dios no escuchar.
–Abre, por favor, abre.
Escucho pero no reacciono, no lo quiero hacer. Truena como si fueran disparos. Los golpes de martillo aparecen, las láminas de acero son más cercanas, la oscuridad es más fuerte. No voy a abrir, pienso en el sueño, pero mi conciencia me remuerde aun en la inconsciencia. Despierto, bajo las escaleras. Ya no chuequeo, ni sangro, pero no enciendo las luces, la vela sigue encendida. Abro la puerta: es el Padre Ernesto, que está ensangrentado:
–Me secuestraron unos tipos y me golearon hasta que quisieron. Ya llevo aquí más de media hora tocando la puerta, y tú que no abres.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Excelente ciento pero es lamentable que esté basado en un hecho real dada la situación que vivimos por varios años los juarenses. Se lee y lo único que se desea es que sea un cuento, algo salido de la imaginación.

Anónimo dijo...

Excelente cuento, me parece muy interesante como se une lo onírico con la realidad y al mismo tiempo todo es tan posible.