He vivido más de medio siglo, pero
muchas veces, durante este tiempo, me pregunté si la madurez me habría
alcanzado, o yo a ella. O si no, ¿cuándo llegaría, como llega a una fruta su
mayor dulzura, y que en un hombre puede significar el estado de reposo anímico,
algo así como una paz contemplativa? Quizá podría definirse como cierta
capacidad de ver al mundo como a un cuadro lejano, borroso y un tanto ajeno.
También implicaría despojarse de miedos y prejuicios, descreer de toda
trascendencia y dejar sin aprensión que avance el río del tiempo. El desenfado
general de mi existencia me ha hecho creer, sólo en dos o tres momentos, que la
joven ineptitud se había disuelto con los años.
El
mejor de todos esos momentos ocurrió durante uno de mis viajes furtivos, esos
repentinos distanciamientos con que suelo descansar del mundo. No importa el
nombre del país o la ciudad y ni siquiera me obligo a recordarlo, pues no
dibujaré un paisaje cuya belleza decidí guardar para mí solo. Lo importante fue
el momento, la conciencia súbita de no ser más un adolescente con apariencia de
hombre cincuentón.
¿En
qué consistió tamaña epifanía?, ¿cómo fue ese golpe luminoso de la edad, ese
narcisismo capaz de preciar en su altura, como si de un estadio superior se
tratase, el desarrollo mental más elevado gravitando sobre las bondades
indudables de la juventud? Instantes así barren de un escobetazo el verso de
Darío: “Juventud, divino tesoro…”, pues visto a la distancia no es tesoro y
mucho menos divino, sino pobre y torpe frente al estado inefable de asumirse en
edad plena, es decir, en la integral humanidad.
Como
decía, una de esas iluminaciones del espíritu –cuya frecuencia podría contarse
con los dedos de una mano–, me aconteció en la forma inesperada de un buqué.
Suecedió cuando estuve de viaje, hospedado en una ciudad donde por suerte encontré
gente capaz de comprender mi lenguaje y mis intereses. Gracias a esa dichosa
coincidencia, pronto me vi en un lugar donde sirven cierta cerveza local, antes
desconocida para mí, pero que despertó el más delicioso efecto en mi paladar.
Daba la impresión de estar elaborada con agua que baja de los deshielos de una
montaña nevada; y su sabor, después de pasar el trago por la garganta, tenía un
dejo a hierbas frescas maceradas o a té ligeramente amargo. No obstante su
sabor, grato desde que llenaba la boca hasta que sólo era un recuerdo, lo mejor
era su huella fragante. Sí: vacíos el vaso y la botella, pasados unos minutos
yo acercaba el recipiente a mi nariz. ¡Era como estar bebiendo aromas ricos a
través del olfato! Deseaba aspirar una y otra vez ese perfume que se prodigaba
desde el fondo de los recipientes como remanente mejorado del sabor, como un
regalo precioso y delicado. Confieso que desde entonces privilegio el encanto
de beber con lentitud y, con fruición y parsimonia, aspirar el rastro sutil de
la bebida.
Fue
ahí, durante el mencionado hallazgo, que me descubrí hombre maduro, manifiesto
en una capacidad para gozar el efluvio que manaba el poso de la cerveza
–aquella cerveza llena de virtud–. Un joven o una persona inmadura de cualquier
edad no tendrían la paciencia, el remanso emocional donde cultivar placeres de
tal categoría. Disfrutar así de una bebida y su aroma es claro signo. Mejor
aún: en un acto semejante se revelan y combinan el punto mejor de un hombre y
el de una bebida. No cualquier maduración, sino el fermento sabiamente
cultivado.
Así
fue que descubrí la íntima, deliciosa maduración en una esencia. Algunas veces
encontré en circunstancias menos gratas, he de admitirlo, señales de la propia
madurez. Pero, gracias a momentos así, puedo volver mi vista al pasado sin
tristeza, ver a los jóvenes sin asomo alguno de envidia. Ahora, más bien, los
observo con la esperanza de que arriben algún día a esta conciencia de ser maduro,
escalar esta fase de ritmo acompasado, desde donde puedan apreciar con
certidumbre las mejores cosas que resultan de estar vivos.
1 comentario:
El embriagante aroma de la edad madura... bienvenido.
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