El progreso, si es un logro personal, puede interpretarse
como mejoría, tanto de calidad como de cantidad. Si alguien tiene muy grandes
carencias, progresar significa resolver algunas de ellas. Cuando hay pobre
salud, progreso es lo mismo que estar menos enfermo. Si se ignora alguna cosa,
el estudio de eso desconocido equivale a una clase de progreso.
En cambio, el progreso de la
humanidad adquiere otras formas: la riqueza material de algunos siempre ocurre
a costa del empobrecimiento de otros. Un país rico tiene perpetua lucha con
otros sobre los que tratará de mantener superioridad. Luego, la
humanidad no progresa, sino una parte minoritaria. El conocimiento de nuevas
tecnologías, nuevas aplicaciones de la electrónica y la ciencia toda, trae
consigo desigualdad, contaminación y un extraño fenómeno: el tiempo que la
gente en general ocupa en disfrutar sus juguetes electrónicos, es decir, en
“vivir los beneficios del conocimiento y el progreso”, propicia una reducción
de la sabiduría. Me refiero al hecho de que se leen menos libros, se escribe
menos, se utiliza con torpeza la herramienta del idioma: el “progreso” de algunos aspectos trae como pareja un retroceso en otros, los más importantes. Esto forma parte también del gran individualismo, el egoísmo característico de nuestro tiempo. Los juegos electrónicos, la comunicación de “mensajes” por teléfono celular, los chats y las “redes sociales”, me parecen más bien cosa de redes personales: se conversa sin contacto, sin captar un tono de voz, sin salir uno de su guarida.
Otro problema de la idea de
progreso como valor cuantitativo, “contable”, es la increíble ambición, llámese
codicia, que gobierna los ánimos y aspiraciones de muchísima gente. Esta ambición, estas ganas irrefrenables de poseer cosas, poder o personas, es la raíz de toda violencia. Progreso es descaminar la vida.
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