miércoles, 21 de marzo de 2012

Bienvenida a un libro urgente


Nota preliminar: Armando González Torres ofreció un curso-taller llamado “¿Cura la poesía?”, de noviembre de 2011 a febrero de 2012, en el Museo del INBA-Ciudad Juárez. Durante esa agradable convivencia conocimos la aparición de Sobreperdonar. Tuvimos la honra de ser los presentadores del texto, en esta ciudad, el maestro Luis Maguregui y quien esto suscribe. El texto que sigue a continuación es una versión casi intacta de mi lectura en esa ocasión.

Sobreperdonar, libro de Armando González Torres, entre otras cosas, es un retorno al balbuceo primigenio, como camino de búsqueda. Luego de su lectura, llego a la conclusión de que no es el verso, sino la prosa (o el aforismo) el ámbito capaz de estirar el sentido del lenguaje más allá de sus límites usuales. Veamos esta muestra:

            Surgió, después de esto, un idioma puro. En ese idioma, cuando sabíamos que lo cometido era injustificable, quedábamos convertidos en rehenes de nuestra víctima, pues sólo el don de su disculpa, aunada a nuestro arrepentimiento, podía restituirnos la facultad del lenguaje.
            Un idioma puro que lograba denunciar y destruir el tinglado del perdón, pero sin hacer mella en la compasión y la misericordia (p. 68).

            Significados e implicaciones más allá de las palabras, más allá del tema, que parecieran huir del asunto de asunto, pero sólo en apariencia. Y también más acá del asunto, pero esto verdaderamente, con una cercanía y una penetración imposible de lograr mediante un discurso lógico:

            Y para prevenir la manipulación de la filosofía, la psicología y la política, en ese pueblo a los niños se les practicaba, desde la más tierna infancia, una delicada operación en las cuerdas bucales que les impedía pronunciar la palabra “perdón”, pero los hacía más tolerantes y bondadosos (p. 69).

            Esto me hace recordar la insistencia en decir la frase “te amo”, en películas norteamericanas, como la muestra suprema de amor. Sabemos que, al contrario, el amor puede nunca mencionarse, pero si se practica todo lo que conlleva, como compañía, apoyo solidario, preocupación activa por el otro, el amor se convierte en un hecho, y no en un discurso.
            ¿Por qué volver al balbuceo? En el tránsito de animalidad a civilidad hemos perdido respuestas de supervivencia. Nos toleramos para no tener que pelear a muerte por un trozo de carne, por una hembra o una cueva. Pero también hemos llegado a un grado de pasividad que nos impide reaccionar cuando lo exigen la dignidad o hasta el descanso espiritual, el desahogo.
            Sobreperdonar es lo más cercano que he visto, en nuestros días, a la manera de filosofar de Nietzsche. Él nos ponía en crisis frente a creencias petrificadas. Decía, por ejemplo, que Platón era un sacerdote más y que los sacerdotes todos mienten. Y, ¿qué tal este aforismo?: “La objeción, el aparte, la desconfianza serena, la ironía son signos de salud. Todo lo que es absoluto es del dominio de la patología”. En el filósofo alemán desconcierta la subversión de sus afirmaciones, más que nada porque son verdades evidentes. En cambio, en Armando González se da un paso adelante, por decir, un giro más a la tuerca, porque nos enfrenta con nuestra imagen reflejada y a la vez con el otro lado, lo que está allá en el fondo del espejo, cuando dice cosas como: “Todo perdón deja una marca, como una pequeña verruga, en los labios del perdonador y en las orejas del perdonado”. Hay en todo el libro un manejo fino de la ironía, que no llega al sarcasmo y en cambio cala en profundidad.
            Hay, sobre todo, un conocimiento asumido: la necesidad impostergable del perdón como componente infaltable de la convivencia.
            Obra de un certero crítico y ávido lector, este libro dialoga con los conceptos que el filósofo francés Valdimir Jankelevitch vierte en su texto titulado El perdón, traducido al español por Seix-Barral en 1999.
            Leí el libro de Armando con una imperdonable lentitud, aunque se dice en la cuarta de forros que es un “libro lúcido, rápido y de impecable factura”. No negaré que sea rápido, virtud que yace en su brevedad, en la concisión de todo el libro. Sin embargo, cada frase, cada proposición concentra tal dislocamiento de conceptos, tal sacudimiento de prejuicios, que hube de hacer una lectura deliberadamente pausada, con la parsimonia que toma digerir su pienso un rumiante.
            Ejemplo: en las primeras líneas encuentro este par de ideas: “Me propongo demostrar el carácter imposible del perdón”. Inmediatamente después, leemos: “Yo, al contrario, afirmo que a este mundo sólo se viene a sufrir y a perdonar”. La primera parte da un golpe inmediato al concepto tradicional, de raíz cristiana, del perdón como capacidad intrínseca del “alma buena”, si tal cosa existe; por el contrario, la segunda asume una moral establecida, al menos de palabra, por nuestra formación cristiana. Tenemos arraigado el mandato: “Si recibes una bofetada, pon la otra mejilla”. Por ello, doy vueltas en torno a la provocativa apertura del texto que voy leyendo. Me levanto de mi silla y doy vueltas en torno a la mesa, pensando: ¿será cierto que el perdón es imposible? ¿Será cierto lo otro que se afirma del perdón como parte fundamental de la existencia? Intento ser honesto conmigo y recuerdo: he recibido ofensas que no logro olvidar ni las perdono, aunque nunca lo confieso y más bien me asustan mis impulsos vengativos. Pero, entonces, lo que prevalece en mi yo interno, cuando no tengo necesidad de fingir ante nadie, ¿es que jamás he perdonado? ¿Lo más sincero en mí es el rencor persistente, la ausencia del perdón? Bien puede ser, y el asunto, luego de repensar las dos primeras líneas del libro, me tendrá en un dilema durante mucho tiempo. Sobreperdonar me pone también del otro lado, es decir, el del perdón menos convencional y evidente, pero necesario al fin para la armonía social, aunque me lo muestran aquí en formas insólitas.
            Releí con lentitud, repasé la idea antes de ir a la siguiente página, pero aún querría ocuparme a fondo del segundo párrafo y su relación con el primero, pues dice que a este mundo sólo se viene a sufrir y a perdonar. Esta oposición marca el carácter general del libro, su sana resolución de evadir las verdades unívocas, las afirmaciones tajantes e incuestionables. La herencia cristiana, pues, la asunción del perdón que vive en este librito como una realidad con sustentos quizá tan válidos como su contrario. He aquí que este segundo párrafo, complemento dialógico del primero, es motivo también de reflexión y discusión, además de un recordatorio: con frecuencia, una afirmación lleva implicada su opuesto, de tal modo, la pertinencia del perdón es aceptable si admitimos también la sombra, el matiz del rencor que no puede suprimirse por decreto y, por lo tanto, queda allí, a vistas o escondido.
            Como lector, con la obligación moral de tomar partido en esta disputa, ¿a cuál postura me adscribo? ¿Sí o no? Quizá se trata de las dos caras de una misma moneda.
            Mientras lo resuelvo, vuelvo al juicio del libro que me propuse leer con lentitud, como se degusta un bocado con excelente sazón: la capacidad de hacernos entrar en diálogo es una marca de honestidad intelectual y una invitación a recibir sin aceptar a ciegas, con ánimo de cotejo y debate, las propuestas de un discurso.
            Creo que ya he dejado claro en qué consiste la lentitud de mi lectura: cada línea me hacía demorar como si se tratase de una página, y fue una demora deliciosa.
            Desde la primera página encontramos la clave de lectura, una puerta perfecta con leyenda en el frente, que anuncia la materia resumida de este breve y a la vez denso libro: “Todo perdón deja una marca, como una pequeña verruga, en los labios del perdonador y en las orejas del perdonado”. Esto significa que entramos a un tema escabroso, antiguo como la humanidad, pero pocas veces como aquí discutido. Quizá el tema no sea precisamente el perdón, sino las dificultades que rodean solicitud, otorgamiento y recepción del mismo. La oración cristiana lo pide como si fuera moneda de cambio: “perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos a quienes nos ofenden”. Esperamos un don condicionado: mi esfuerzo personal de perdonar espera como retribución el perdón de mis yerros. Dicho de otro modo, se le dice a Dios: “no me perdones cuando veas que yo no perdono”. Un trato injusto, vistas las proporciones. ¿Cómo pueden igualarse un acto humano y uno divino? Sin embargo, esa desproporción es signo de la dificultad enorme que significa, para el corazón de nosotros los mortales, otorgar perdón.
            Alguna vez he creído que en esta parte del Padrenuestro hay un trasfondo moral-didáctico, más que doctrinario. Se intenta decir al pueblo judío de los tiempo de Cristo: “No sean empecinados en el odio, pues hasta Dios perdona”. Si así fue, incluso el espíritu moralista que dictó aquel texto reconocía lo escabroso del asunto. Tanto, que más valdría evitar toda afrenta para no tener llegar al punto de pedir o recibir algún perdón. Porque algunos pueblos antiguos tenían el hábito de vengarse cuando eran afrentados, odiar cuando había razón para ello. Ahora también, pero en os términos dictados por correlaciones de poder.
            Juzgando por los títulos de las cinco secciones en que se organiza esta reunión de aforismos, meditaciones y conjeturas, Sobreperdonar es un viaje a través de la discusión sobre si es o no pertinente perdonar, pasando por el examen de aquellas situaciones en que puede ejercer su gracia el perdón. También transitamos, en ese trote lento a través de sus páginas, por otras cuestiones importantes, como lo indican las frases que encabezan cada sección: cosas que perdonar; el problema del perdón denegado; el perdón otorgado; el idioma y el perdón.
            Como mi comentario estuvo centrado en una pequeña parte del principio del libro, debido a mi lerdo ritmo de aprendizaje, resumiré en pocas palabras el resto de esta magnífica obra. Sus ejes principales, además del perdón, son el odio, la compasión, la caridad y otros que ya advertirá el lector cuando se asome por aquí. Recomiendo hacerlo con detenimiento.
            Me ha parecido de especial interés la parte que se refiere al idioma y el perdón: borrar todo rastro lingüístico en torno al tema, para que sean las acciones las encargadas de resolver los conflictos humanos. Soluciones como la de crear “una lengua festiva en la que la insinuación de la palabra perdón se celebraba con música alegre, muchachas fáciles y abundancia de vino”.
Y, desprovistos de nombres para zanjar un problema, esta solución de alta poesía: “como no existían palabras para excusarse o disculparse, se perdonaba con un hálito”.
            Mi conclusión provisoria es que Sobreperdonar nos invita a buscar una forma peculiar de sabiduría: un hecho violento debe considerarse desde diversos puntos de vista: el del agresor y el de la víctima; el de las circunstancias que lo propiciaron; la responsabilidad de todos los actores; las lecciones que pueden derivarse y hasta el humor como actitud liberadora frente al dolor propio y ajeno. Libro urgente, sin duda, en momentos de crisis como la del México actual, que vive una situación extrema donde es imperativo comprender nuestro papel, como individuos y como sociedad, frente al peligro y la pérdida.
            Libro urgente también en cuanto a valores estéticos, por su empleo de variados registros textuales: aforismo, relato, poema, reflexión filosófica. Todo encaminado simplemente a ese punto en que confluyen el corazón y el intelecto. Enhorabuena para Armando González y nosotros, afortunados lectores de Sobreperdonar.


Sobreperdonar fue publicado bajo el sello “Libros Magenta”, Colección Narradores de la Ciudad, con auspicio de la Secretaría de Cultura del DF, el año 2011.

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