miércoles, 2 de febrero de 2011

A las puertas del reino


La diosa recibe en la puerta de su reino a otro mortal recién llegado. “Eres creyente”, le dice. Con una sonrisa contenta de sí misma, el creyente ha de responder lo que tantas veces dijo en su corazón, cuando ese corazón latía: “Sí, creo”. “¿Y lo afirmabas, mientras habitaste un cuerpo humano, con frecuencia?”, pregunta la diosa, cuyo rostro es mar de paz. “Sí, cada día, a cada hora del día”,  responde entusiasmado el creyente. La diosa, entonces, con sus hondos ojos llenos de una divertida suspicacia, interroga en silencio al creyente. Horas (o segundos) de tácita insistencia brillan en las pupilas más puras del universo. Sobre el alma interrogada, poco a poco, como un ligero velo, desciende la duda, y se dice a sí misma: “Si creí con tanta firmeza, ¿por qué tenía que repetírmelo y repetirlo a medio mundo?” Apenas cruza por el alma recién llegada esa bruma, ese titubeo, y la diosa tiene un destello de acero en su mirada insondable, ojos de indecible negrura.  Agujazo inesperado, frío sobre el devoto: castigo semejante no podría soportar un alma sin quebrarse.

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